8. Los uniformados

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Me levanté más temprano que Lexie, cuando aún estaba amaneciendo, así que la dejé durmiendo y decidí escribirle una carta a mi madre, de despedida, porque probablemente no la volvería a ver.

Aunque mi madre nunca me hubiera defendido de mi padre, la quería, sabía que ella no se atrevía, ya que antes de que naciera sus abusos los recibía ella, así que en parte era un alivio para ella, por mal que sonara. Luego venía y me pedía perdón, decía que era la niña más buena del mundo, aunque en el fondo sabía que pensaba que hubiera sido mejor no tenerme, porque yo también lo hacía.

Finalicé la carta, firmándola con mi nombre y dejándola en el escritorio de Lexie, para que ella se la entregara a mi madre si me pasaba algo.

Lexie seguía durmiendo plácidamente en su cama con la boca abierta. Me quedé por unos segundos mirándola así, ensimismada, a la persona que más quería en el mundo.

No sabía que me pasaría, pero debía evitar a toda costa que algo le pasara a ella mientras vivía y estando muerta, nada me lo impediría.

Después de un rato me vestí con algunas piezas de ropa que tenía en el armario de Lexie: una camiseta básica azul oscura que me llegaba por los codos y un tejano largo negro desgastado. Aunque era casi verano, me gustaba la ropa larga, me hacía sentir más cómoda.

Me asomé entre las cortinas de la habitación mientras bebía un sorbo de el vaso de leche caliente que me había preparado hacía unos momentos en la cocina. Afuera estaba todo tranquilo, aún estaba amaneciendo y no había casi nadie por las calles, solo algunos trabajadores que empezaban su jornada temprano.

Me giré al escuchar a Lexie removerse inquieta en sueños, tenía el ceño fruncido e intentaba balbucear cosas mientras seguía removiéndose.

Una pesadilla.

Dejé la taza ya acabada en la mesilla mientras me acercaba a ella en la cama matrimonial.

—Lexie, Lexie despierta.— le dije mientras me sacudía con suavidad el brazo para despertarla.

No se despertaba, y ahora estaba empezando a sollozar en sueños.

—Venga despierta.— estaba a punto de entrar en pánico por no poder despertarla, pero entonces abrió los ojos y dejó caer las lagrimas mientras sus brazos me apretaban con fuerza.— Solo ha sido una pesadilla, tranquila, ya estoy aquí.

—Tú no... No lo entien... Yo...— no dejaba de llorar muy fuerte, y eso le dificultaba el habla.

—Tranquilízate primero linda, y me lo cuentas.— le dije mientras le acariciaba la cara.

A lo largo de los años aprendí que los apodos bonitos la relajaban bastante.

Después de unos tres minutos dejó de llorar, aún hipando un poco, y entonces abrió los ojos para mirarme.

—Te he visto.— me dijo.

—¿Y qué pasaba?— le pregunté con voz suave, incitándola a seguir.

—Estabas siendo atrapada.— dijo con expresión de horror plasmada en su rostro.

Me quedé pensándolo un momento. Sabía que tarde o temprano sería atrapada, no había vuelta atrás una vez que decían tu nombre. De hecho, dudaba que durara mucho más tiempo con vida.

No iba a mentirle, pero decirle la cruda verdad le afectaría demasiado.

—No pasa nada.— ya no sabía que decir, solo se me ocurría acariciarle la espalda en círculos.

—Hay más.— siguió mirando al infinito.

—¿El qué?— casi lo pregunté con ansias, ya harta de no saber que estaba a punto de pasar.

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