La torre imperial:

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Yo esperaba un foso lleno de caimanes. Una verja levadiza de hierro forjado. Tal vez unos tanques de aceite hirviendo.

Me había formado una imagen mental de la Torre de Nerón como una fortaleza de la oscuridad con todos los complementos del mal. Sin embargo, era una monstruosidad de acero y cristal como las que abundaban en el centro.

Percy y yo salimos del metro más o menos una hora antes de que se pusiese el sol. Para lo que era habitual en nosotros, teníamos tiempo de sobra. Nos encontrábamos al otro lado de la Séptima Avenida enfrente de la torre, observando y haciendo acopio de valor.

La escena de la acera de enfrente podría haber correspondido a cualquier parte de Manhattan. Neoyorquinos molestos se abrían paso a empujones entre grupos de turistas embobados. El viento arrastraba humo con olor a kebab de un puesto de comida halal. Por el altavoz de un camión de helados Mister Softee sonaba música a todo volumen. Un artista callejero vendía cuatros de famosos pintados con aerógrafo. Nadie prestaba especial atención al edificio de aspecto empresarial que albergaba Terrenos Triunvirato SA y el botón catastrófico que destruiría la ciudad dentro de aproximadamente cincuenta y ocho minutos.

Desde el otro lado de la calle, no veía guardias armados, ni monstruos o germani patrullando; solo unas columnas de mármol negro que flanqueaban una entrada de cristal, y dentro, el típico vestíbulo enorme con obras de arte abstracto en las paredes, un mostrador de seguridad atendido por un empleado y unos torniquetes de cristal que protegían el acceso a los ascensores.

Eran las siete de la tarde pasadas, pero todavía salían empleados del edificio en pequeños grupos. Tipos con trajes de oficina se apresuraban a tomar su tren empuñando maletines y móviles. Algunos intercambiaban cumplidos con el vigilante de seguridad al salir. Traté de imaginarme sus conversaciones. "Adiós, Caleb. Dale recuerdos a la familia de mi parte. ¡Hasta mañana, que será otro día de malvadas transacciones empresariales!"

De repente me sentí como si hubiese llegado hasta allí para entregarme a una empresa de corredores de bolsa.

Percy y yo atravesamos la calle por el paso de peatones, no quisieran los dioses que cruzásemos imprudentemente y nos atropellase un coche camino de una muerte dolorosa. Atrajimos algunas miradas extrañas de otros tras fuentes, cosa que era razonable considerando que seguíamos cubiertos de tierra y barro troglodita. Aún así, tratándose de Nueva York, la mayoría de la gente no nos hacía caso.

Percy y yo subimos los escalones sin pronunciar palabra. Por mutuo acuerdo, no nos soltamos de las manos, como si temiésemos que nos arrastrase un río imperial.

No saltó ninguna alarma. Ningún guardia salió de su escondite. No se activó ninguna alarma para osos. Abrimos las pesadas puertas de cristal y entramos en el vestíbulo.

Música clásica tenue flotaba a través del aire fresco. Encima del mostrador de seguridad había colgada una escultura metálica con figuras de colores primarios que giraban despacio. El guardia estaba inclinado hacia delante en su silla, leyendo un libro en rústica, con la cara azul claro a la luz de los monitores de los ordenadores.

—¿En qué puedo ayudarlos?—dijo sin alzar la vista.

Miré a Percy para volver a comprobar si no nos habíamos equivocado de edificio, pero como el estaba igual de perdido que yo, solo se encogió de hombros.

—Venimos a entregarnos—le dije al guardia.

Seguro que eso le haría levantar la vista. Pero no.

No podría haber mostrado menos interés por nosotros. Me acordé de la entrada para invitados del Monte Olimpo, a través del vestíbulo del Empire State Building. Normalmente, yo nunca iba por allí, pero sabía que Zeus contrataba a los seres menos impresionables y más indiferentes que encontraba para desanimar a los visitantes. Me preguntaba si Nerón había hecho lo mismo en su torre.

Las pruebas de la luna: La Torre de NerónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora