Treinta y cuatro

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Maya se paró en la marca que había en el piso y volcó toda su concentración sobre el blanco que se hallaba en la pared. Tenía que lograr ese tiro si no quería cumplir con el castigo que acompañaba la derrota, ya había perdido más veces de las que quería y sentía el cuerpo adolorido. Alzó el dardo que sostenía cuidadosamente entre sus dedos, mirando directamente el centro rojo del tablero, respiró hondo, lista para lanzar.

-Va a fallar.- escuchó la voz de Henry a sus espaldas.-Ha perdido todas las partidas.- continuó.

-No se puede ser perfecta.- concordó Alan.

-Pero confiaba en sus habilidades...- suspiró el pelirrojo.

-Sí, verla fallar es decepcionante.-

Los ignoró, irguiéndose para mantener la mejor postura posible, y lanzó antes de que siguieran comentando lo mala que era en tiro al blanco. La suerte no estaba con ella esa noche, porque su dardo se incrustó en la pared, momento en el que sus amigos se echaron a reír mientras exclamaban con incredulidad y burla. A Maya siempre le había gustado competir de una u otra forma con sus amigos, por suerte la costumbre había sobrevivo a lo largo de los años porque, por pura coincidencia, los tres eran muy buenos perdedores.

-Son quince lagartijas.- le indicó Henry apuntando el suelo.

-¿No eran veinte?- preguntó Alan.

-Le hice un descuento porque me cae bien.- sonrió el otro chico.

-Eres tan tierno.- masculló ella rodando los ojos.

-Es uno de mis encantos.- concordó mientras volvía a apuntar el piso.

Maya cumplió lo más rápido que pudo con el castigo, y para cuando se puso de pie había tomado la sabia decisión de abandonar los juegos y echarse sobre el sillón. Se acomodó con un suspiro, ligeramente indignada por haber fracasado en el primer juego de la noche, y observó sus alrededores con pereza. Se hallaban en casa de Henry, específicamente en el sótano que su padre había mandado a remodelar hacía años y convertido en una guarida de relajación masculina sin escatimar en gastos o en clichés. El lugar lo tenía todo, desde las paredes de madera con iluminación baja hasta los sillones de cuero, y por supuesto, juegos de cartas, juegos de mesa, dardos, billar, ajedrez, una pared cubierta de libros, un estante "secreto" de licores, etc.

Desde que se reunieron en casa de Alan hacía unos días que habían estado tratando de pasar todo el tiempo posible juntos, cada uno eligiendo alguna actividad en la que distenderse; este era el día de Alan, el de Henry lo habían pasado en una fiesta con el resto de sus amigos de la academia y en el de Maya se aprovecharon del Spa del hotel. Definitivamente se estaban divirtiendo, tanto que la mayor parte del tiempo Maya no recordaba el cambio en la dinámica de su relación con Henry.

Sin embargo, habían ocasiones en las que todo en ella se removía con inquietud cuando se daba cuenta de que estaba rompiendo la promesa de mantener las distancias. Lo estaba intentando, pero era jodidamente difícil hacerlo cuando se sentía tan cómoda y relajada en compañía de sus dos mejores amigos, su cerebro olvidaba restringirse. Oh, y tampoco ayudaba que al parecer el cerebro de Henry tampoco estaba cooperando, porque definitivamente ella no era la única que no era capaz de mantener los brazos pegados a sus costados.

Siempre eran gestos tan insignificantes que no deberían causarle revuelo alguno, eran pequeños toques amistosos que incluso compartía con Alan, pero la gran diferencia era que no se le revolvía el estomago cuando Alan le rodeaba los hombros con un brazo o posaba una mano en su rodilla. Sin embargo, lo que la estaba llenando de estrés y ansiedad era el hecho de que en algún momento, sin que se diera cuenta, las pequeñas muestras de afecto ya no era su único problema porque ahora los ojos y la sonrisa de Henry le estaban afectando.

Entre TiemposDonde viven las historias. Descúbrelo ahora