𝖝𝖎 - 𝖑𝖆𝖇𝖎𝖔𝖘 𝖉𝖊 𝖋𝖗𝖊𝖘𝖆

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La luz dorada los baña, imperfecta. Cae, en perpendicular y brilla. Sus rayos atraviesan árboles, plantas e infraestructuras. Las sombras que proyectan resultan infinitas y equilibradas, condenadas a una cadena eterna de movimiento hasta la muerte del día. Pero palidece la nimia belleza del instante con el maremágnum emocional de los amantes. 

Todavía, se abrazan. Ethan la aprieta, negándose a dejarla ir. Con una de sus manos, le sujeta la cabeza, repleta de rebeldes rizos rojizos y, con la otra, ubica el centro de su espalda, los omóplatos. Apenas disimula la ansiedad. Le crepitan los nervios, le pican los dedos. Desearía poder tomar su lindo rostro y, con sus pulgares, trazar las imperfecciones, rasgos y líneas que lo dibujan. Pero aguanta, impertérrito y, en su lugar, la huele. 

Oh, Marlena. 

Ella, matices

Sutil, único. Íntimo, inefable, eterno. Desnudo. Colores, olores, sabores. Vulnerable, el tiempo. Indistintas, las estaciones. La Tierra gira al revés y, por un momento, Ethan pierde el eje del tiempo. Arriba es abajo y, la izquierda, derecha. Deshabita la corporeidad y, desde la inconsciencia, identifica las trazas. La infancia, el mar. Damiano. Los besos, el sexo. Las corcheas, Victoria. Sudor, sangre, lágrimas. Thomas, la banda. Sus pasiones. No sabe ni a qué es. Sólo que es ella. Su Marlena, su musa. El amor. 

Entonces, la diástole

— ¿Llevas mucho rato esperando? —Él cuestiona. 

Decir la frase entera le cuesta aclararse la garganta, varias veces. Ni siquiera la voz es capaz de salirle limpia, de la pura impresión.

— Un par de minutos, quizás —confiesa. 

Desde sus brazos, levanta la cabeza y, por un instante, se miran a los ojos. A sus espaldas, palidece el día. Los tonos anaranjados, rojizos y rosados, típicos de la época del año, impregnan el paisaje de una luz especial. 

Los ojos, bajo este tono, se aprecian diferentes. 

Los de él, oscuros y, los de ella, también, pero con motas inapreciables. Aún, el color no es lo importante, sino lo que se ve. El reflejo del alma. Las penas, los dolores, las pasiones. Ethan es capaz de verla, de leerla. Adivina los bordes de su preocupación, la ansiedad. Ve escritos nombres e imágenes en su retina, pero no se atreve a preguntar. Siente que es profanar una intimidad tan profunda que le duele mirarla, como si la agrediera. 

Pero ella da un respingo de frío. Un amago de escalofrío. Su primer impulso es calentarla. 

—¿Tienes frío?

—Sí, un poco. Nunca me acostumbro a la humedad.

—Realmente hoy hace frío —admite. —Pero no voy a convertirme en ese tipo de citas que sólo dan conversación respecto al tiempo. Déjame invitarte a un café o un chocolate caliente. 

A regañadientes, la suelta y, entonces, él también tiene frío. Uno húmedo y desagradable, que se le apega a la piel, cual capa invisible. Pero no es ese el hecho más desagradable, sino la noche oscura, cerrada e indigna que recién ha caído. Su vacío, su mentira parece impregnar cada esquina, junto a la insoportable niebla. Frustrado, Ethan suspira. De alguna forma, ésta ha dado al traste. Porque la nocturnidad les ciega a las maravillas de la Villa Borghesa. Ni los árboles, ni el lago. De sentarse, ni imaginarlo. Maquina, a gran velocidad, aunque su aspecto sea de relativa calma. 

—¿Estás bien?

—La próxima vez voy a invitarte a comer o al cine. —Suelta, distraído.

—¿Próxima?

La ilusión ahogada de ella lo interpela.  Desciende la vista a su rostro inmaculado, a medio cubrir por la mascarilla.

—Sí, próxima.

Admitirlo le conlleva rubor. Un ligero tono rubí tiñe sus oscuras mejillas y a sí se reprocha el ser tan entregado a sus pasiones. No obstante, ella no se ha percatado. Lo observa, en su lugar, aunque parece abstraída.

—¿Buscas algo específico? —Lo interrumpe. Él se sobresalta. Desconocía estar siendo observado.

—Una forma de salir de aquí. 

—¿Te incomoda?

—Toda esta estúpida niebla y el frío me impiden disfrutarte. —Replica, tal como lo piensa. —Quiero que estés cómoda.

—A mí no me importa el lugar —admite. — Sólo quiero estar contigo.

Oírla verbalizar semejante maravilla le pone la piel de gallina. La percibe maravillosa. Perfecta, preciosa y, del frío, ruborizada. No puede evitar adorarla y, en ese instante, de pie plantón, a medio congelar, se percata de que ella lo reciproca. Sean cuales sean los sentimientos que él alberga, los cuales ha sido incapaz de nombrar, son similares al otro lado de la línea. Y eso le provoca un alivio indecible, que no sabía necesitar.

—Y yo no quiero que agarres una neumonía —masculla, reflexivo. —Dame la mano, cariño.

Obedece. Unen los dedos, las palmas y sus alteradas pieles. Encajan. Ambas, los dos. Complementan hasta los tamaños. Sonrisas furtivas, a escondidas se suceden por ambas partes. El contacto es tremendamente agradable.

Y, con esta premisa, Ethan inicia el trayecto. Tira, suave y, cada pocos minutos, ladea la cabeza, en búsqueda de síntomas de fatiga, desconcierto o cualquier otro detalle que sugiera detener la caminata. No añaden una coma más a la conversación y, durante un par de minutos, un silencio espeso, pero agradable invade la dinámica relacional de ambos.

—¿A dónde me llevas?

—A una cafetería. —susurra. — Está a las afueras.









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