𝖝𝖎𝖎𝖎. 𝖑𝖆 𝖉𝖚𝖑𝖟𝖚𝖗𝖆

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— Supongo que era lógico que acabaras haciendo algo así, Gina — repone Marlena.

Con un aire distraído, introduce una de sus manos en el bol y roba un par de palomitas. El crujido de éstas al ser masticadas desgarra el silencio expectante de su compañera.

— ¿Por qué? ¿Por qué dices eso? — Demanda, ansiosa. Incluso, ha dejado de masticar. — ¿Para qué dices algo así si te vas a quedar mirándome mientras machacas el maíz con la boca, sin ninguna intención de contestarme?

Su tono exasperado esconde una desesperación conocida por su acompañante. Gina se deja caer sobre el cabecero de la cama y, decaída, regresa la vista a la pantalla del portátil. Los créditos iniciales de Drácula se han quedado congelados por voluntad de su mejor amiga. A ella la oye masticar de forma ruidosa, sin poder añadir una sola coma más. Suspira, frustrada. Sesión de cine de terror clásico arruinada.

— Porque eres la tía más valiente que conozco — añade, a sus espaldas. La amiga de Marlena se gira, brusca. — Saldrás adelante.

— ¿No crees que es arriesgado?

— Bárbaramente arriesgado, Gina —replica, honesta. Ésta le llueve a la susodicha como un jarro de agua fría. — Pero eres mi amiga. Quiero apoyarte. Lo que has hecho ha sido magistral.

— ¿A qué te refieres? ¿A que le he pedido a Luca que se venga a vivir conmigo a mi apartamento? — Inquiere. Se lleva las manos a la boca, ansiosa por volverse a morder las uñas.

— No. A darle una patada al imbécil de tu jefe, que te tenía explotada e iniciar tu propia productora.

— Creo que es un error y ni siquiera he puesto el negocio en marcha — se lleva las manos a la cara, hastiada. Sus dedos evitan a tiempo caer sobre el cristal de las gafas graduadas. —Lo voy a perder todo.

— Mientras esta chica esté a tu lado, no vas a perder nada porque pienso hacer publicidad de ti hasta a las urracas.

A Gina le da la risa. Del llanto a la carcajada hay una fina línea que acaba de cruzar porque falta de imaginación no está. La mirada se le llena de vida.

— Las urracas no hablan en italiano — repone, luego de varios minutos de risas compartidas. — Supongo que voy a tener que contratar a una intérprete.

Se desternillan.

— Tu fama como cineasta va a ser intergaláctica.

La expresión facial de Marlena adquiere un toque solemne que, junto a la mirada clavada en la nada y la mano al pecho, termina de deshacer cualquier tensión presente. A su amiga se le calienta el corazón y, casi, por un íntegro minuto, la perdona por haber interrumpido la película con un comentario banal.

— Que es una productora chiquitita, no un estudio de Hollywood.

— Perdona, pero el cine independiente es muy importante — rebate. Por su postura, Gina no logra diferenciar si está empleando la ironía o si lo piensa de verdad. — Nadie te paga para que digas, hagas o introduzcas lo que sea en el filme. Eso lo dices tú.

— Qué perspectiva más liberal, ¿no crees? — La medio interrumpe. — Aunque yo me pague el sueldo y tenga plena libertad creativa, una de mis películas puede resultar un fracaso o ser censurada por los temas que toco. Yo dependo del público.

— Hay público para todo, la verdad — susurra. — Y no será porque no haya películas independientes que se hayan hecho súper famosas o toquen temas muy turbios, con su consecuente horda de críticos alabándola. 

— Vas a conseguir subirme la autoestima —la advierte, a medio sonreír. 

Brusca, Marlena se gira y, la observa. Extiende, intencional, un pesado silencio que, a su paso, Gina corea. Se sostienen las miradas. Y, en estas, transcurre medio minuto. Ni parpardean. Sólo se miran, muy serias. Las dos retienen las carcajadas de forma teatral. La cinéfila extiende el brazo y, muy sutil, acerca el dedo al play. Quiere ver la película, deseo que su amiga no parece compartir. 

— ¡Bien! —Exclama, de la nada. Gina da un bote en la cama y, de inmediato, se lleva la mano al pecho, sujetándose el corazón. —Porque esa es mi intención. 

—¿Puedes parar de asustarme? 

—Oh, ¿lo he hecho? —Recrimina, inocente. —Ahora sabrás qué siente una cobarde como yo cuando le pones una película de terror clásico. 

—Te he dicho que no tenemos por qué ver Drácula. 

Frustrada, aporrea el bol de las palomitas y unas cuantas salen disparadas, en todas direcciones. Marlena las recoge a su paso y, con ansiedad, las introduce en su boca. De forma ruidosa, mastica. 

—La otra opción es ver zombies. 

Su tono sarcástico ni pretende, ni logra ocultar el deje de protesta de su voz. En su fuero interno, la joven agradece que su amistad no dependa íntegramente de sus gustos cinematográficos o literarios, porque no podrían ser más diferentes. Con la boca llena de palomitas, se cruza de brazos. De nuevo, la incomodidad. 

—Es que me niego a ver Crepúsculo por décima vez, Marlena. 

—Pues ya me dirás qué hacemos. 

—Podemos ver cine de autor —susurra, sin aliento. 

Su amiga se gira, brusca. Ni siquiera puede creer la propuesta que acaba de exhalar. 

—Repite eso. 

—Que me pongas a Tarantino. 

Gina chilla, extasiada. Luego, empieza a botar y, consigo, la cama gime. Aterrada por la posibilidad de romper el somier, Marlena quiere frenarla. 

—¿Qué es lo que ha cambiado en ti? —La interroga. 

Mientras, a gran velocidad, la muchacha se apodera del portátil de su amiga. Navega por Netflix en búsqueda del título ideal. A su lado, su amiga titubea. 

—Preferiría que admiraras a Agnès Varda, la verdad. —Desvía el tema.

—Odio ser yo quien te lo comunique, pero no es incompatible ser feminista y admirar a hombres—masculla. Sus dedos vuelan por el teclado. 

Pulp Fiction. 

Marlena se deja sorprender. 

Creía que esa era película menos favorita de Gina, pero decide no añadir nada. Los ojos de su mejor amiga brillan, de pura felicidad y quién es ella para interrumpirla. En la mesita, el teléfono vibra y, voraz, se abalanza a por él. No espera, sino desea que sea Ethan, de quien ha tenido muy poquitas noticias estos días. 

—¿Es él? —Inquiere Gina. El portátil queda en su regazo, pero su atención está ubicada en el cuerpo retorcido de su amiga. La oye suspirar de exasperación y, entonces, sabe que no. —Oye, preparar un álbum quita mucho tiempo. No tiene por qué estar haciéndote ghosting. 

—¿Y si sí, Gina? —Lloriquea. —Fui tan, tan ridícula la semana pasada, tía. Es que me puse a llorar a moco tendido en medio de la calle, como una niña ridícula, ¿y si eso le pareció estúpido, insulso e infantil? Piensa que esta semana hemos hablado muy poquito. Hoy no sé nada de él y ya es de noche. 

—Roma, invierno. Seis de la tarde —le recuerda. Pero su voz pierde fuerza al final de la oración. 

Entonces, el silencio. Sabe que Marlena va a llorar. Está hierática, recta y, a la vez, retorcida. Pasea los dedos por la pantalla del teléfono, sin rumbo fijo. Gina abandona la idea de Tarantino, el cine y el portátil. Lo deja en no sé dónde y, con ansiedad, se recuesta de lado. Odia a Ethan, a Steffano y a todo quien la hiera. El sufrimiento de su amiga la arrastra a ella y, de repente, se le desbordan las lágrimas. Ni siquiera se las limpia. 

—Él no me quiere. 

—¿Tú a él sí? —Cuestiona. 

Su amiga se deja caer y, como de costumbre, Gina la abraza por la espalda. La mano, sus dedos son besados. Por la ternura, el gesto desinteresado, un sordo sollozo le emerge del pecho. 

—Yo le amo. 

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