𝖝𝖝𝖎. 𝖕𝖔𝖒𝖕𝖆𝖘 𝖉𝖊 𝖏𝖆𝖇ó𝖓

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—Estás aquí —afirma Marlena, estoica. 

Detiene su trayectoria a la altura del marco de la puerta. De pie plantón, frente al balcón; a su derecha, queda el impresionante sofá, en el que su amor descansa. El móvil de él está bocabajo, en la mesita del café. Parpadea, sorprendida. Como si Ethan hubiera sido una aparición.

—¿Dónde quieres que esté? —La cuestiona.

Él también se ha cambiado de ropa, aunque sólo la parte de arriba. Su camisa almidonada ha sido sustituida por la vieja camiseta de los tintes. La más grande que poseen. Está manchada, pero abriga y, sobre todo, es cómoda. Al muchacho no parecen importarle los indiscretos rastros de rojo carmesí que decoran toda la tela. Ella, por su parte, se ha enfundado en el pijama más grueso que su fondo de armario le ha ofrecido. Uno grueso de Winnie The Pooh. Sus zapatillas de Ígor parecen confirmar la tesis del joven, a quien la visión enternece hasta hacerle flojear las piernas. Agradece estar sentado y, por primera vez en su vida, es incapaz de reprimir la sonrisa. 

Automática, Marlena se la devuelve. La mirada le brilla, como si las lágrimas lloradas, la desesperación o la despersonalización vivida fueran cosa de hace semanas, meses. Está despejada, aunque helada. Las manos le tiemblan, todavía y la humedad se le ha colado hasta los huesos. Los siente, fríos. 

—He preparado chocolate caliente—interrumpe Carmen.

Todas las miradas se dirigen a su interrupción y, entonces, Marlena se percata de que, también, ella está descompuesta. Sus enormes ojos azules están enrojecidos, de las lágrimas y, por el rostro, se pueden adivinar las diversas marcas de la tristeza caída, pero jamás barrida. Adivina, además, su mueca de dolor. Está adolorida, desgarrada y lo suyo no es metafórico, ni literal, sino físico. Su enfermedad autoinmune la ataca en el peor momento. 

—Déjame que vaya yo, por favor—suplica. 

Ignora que, desde su posición, Ethan la estudia para memorizarla. Su figura, sus lorzas. La grasa que, según el mandato social, no debería existir en su vientre o alrededor de sus miembros. A él le parece maravillosa. Adora su piel, cada centímetro de su cuerpo, pero es pronto para decírselo. Porque la conoce y, ahora, también, en su ansiedad. 

Se dirige, la protagonista, a la cocina, sin embargo, no llega lejos. Gina emerge de ella, cargada. Cuatro tazas, una jarra de metal humeante y, en un plato metálico, un surtido de lo más variado de dulces. Chocolates, galletas, algún bombón anticipado. La deposita en medio de la mesita de café y, con aire agotado, debido a la propia ansiedad sufrida, se deja caer. Carmen la arropa. Las dos mujeres comparten una mirada cargada de amor, compasión y bondad. Se entienden, se llevan bien. Es que son amigas.

 —¿Quieres sentarte? 

—Creí que tendrías ensayo —lo corta, preocupada. Frunce el ceño. 

—Damiano me ha obligado a saltármelo. 

—Empiezo a sospechar que estás en una relación no monógama con Damiano y Giorgia, Ethan —añade, entre carraspeos. El frío también le ha cortado la garganta. 

—Los tienes en la boca cada vez que amago con preguntarse sobre la música. 

—Es lo lógico, ¿no? Son sus amigos —interrumpe Carmen. 

—No, no, si sí —afirma, dubitativa. 

Apenas ha procesado el manojo de incoherencias que acaba de decir cuando, de un tirón, es arrojada al regazo de Ethan. Cae doblada, sin herirse. Experto, él la reacomoda. Para arroparla como es debido, ubica el rostro pétreo, helado de la muchacha en su costado derecho, algo más al sur de la axila. La tapa. 

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