𝖝𝖛𝖎. 𝖓𝖊𝖗𝖛𝖎𝖔𝖘 𝖆 𝖋𝖑𝖔𝖗 𝖉𝖊 𝖕𝖎𝖊𝖑

84 6 0
                                    

Mensaje enviado. En un estado muy cercano al ataque de nervios, Marlena comienza a recoger todos sus bártulos y, a trompicones, les explica a sus amigas. O, por lo menos, lo intenta. Porque del atropello incoherente de sintagmas, oraciones cortas y palabras inteligibles, éstas sólo han entendido «fuente» y «Ethan». Las despide con un cariñoso apretón en el hombro y, a espaldas del profesor, se marcha del aula. Libre de las imposiciones sociales y, sobre todo, del desgraciado de Pablo Neruda, rompe a correr.

Sus zapatos de tacón, oscuros y cuyas cordoneras están atadas con una perfección milimétrica la llevan por todo el pasillo, hasta las escaleras. Las desciende a una velocidad inusual. Se fija, a la vez, que lleve bien colocados los vaqueros, de color negro, o que la camiseta interior, de la misma tonalidad, no haga ningún tipo de arruga extraña. En los últimos tres peldaños, comprueba que el sujetador está bien colocado. Su jersey de punto le da un toque elegante que, en esos momentos, agradece mucho. Decide, en el vestíbulo, torcer a la derecha. Quiere, va a entrar al baño y se ubica, frente al espejo. Comprueba cualquier detalle nimio. Que lleve el pelo bien peinado, brillante y ordenado. O que su maquillaje esté perfecto. Rímel sin correr y sombra de ojos oscura, a juego con la raya del ojo que, si acaso, le concede una mirada mucho más directa. Vuelve a echarse la mochila a la espalda y, con alivio, agradece llevar una de esas mascarillas de pico. Porque la tapa, la cubre y, en cierto modo, la protege.

Abandona la Facultad de Filosofía y Letras.
En la calle, la recibe el sol de invierno y, bajo su tenue luz, emprende la marcha hacia la fuente, lugar estipulado. Gina escribe algo más, pero su estado de nervios es tal, que opta por no volver a desbloquear el teléfono móvil. Decide otear el horizonte. Le busca de forma activa. A un hombre alto, fornido y de piel tostada. Su pelo, largo y brillante, de un color azabache. Gira sobre sí y, consigo, la mochila la golpea en los riñones, la parte baja de la espalda. 

Con los nervios, las manos le sudan, le tiemblan y, de pronto, se le acelera el corazón. Oye el pálpito contra su esternón, como si fuera a escapar. La cabeza se le llena de pensamientos intrusivos. Junto a la fuente, a la fuente. El agua, ¿la oyes? El ruido, busca el ruido. La estructura, Gina. Ethan. Mi chico, mi hombre. Su cabello negro. Negro, negro, negro. Azabache, oscuro, ¿y si es marrón? O negro. O marrón. O no sé dónde está. No le veo, no le encuentro. Va a darme un infarto. No habrá llegado. No, no, no. No ha llegado. No está aquí. No le veo. Voy a dar tantas vueltas que me voy a marear. Necesito apoyarme. Una pared, una pared. Marlena, camina. Respira, camina. Mueve los pies. Uno delante y, ahora, el otro. Hay diez pasos hasta la fuente. Será cerca de la una. La una menos cuarto, la una menos diez. Ethan, Ethan, Gina. Gina. Gina, qué buena amiga que es. No sé qué sabrá Ethan, ¿pensará que soy una ridícula? Débil, absurda, pequeña. Respira, por Dios. No, otro ataque de ansiedad no. Me ahogo, joder, me ahogo. 

PUM!

Golpe. 

Los cuerpos chocan. Y, de la garganta de Marlena, un chillido. Un gritito, pequeñito. La fuerza tambalea su mundo. Tiembla, se desestabiliza y, antes de caer, con la bolsa y la carne, alguien la zafa por la cintura. Unos brazos fuertes, fornidos la retienen y, por pura inercia, las pelvis se besan. Los pantalones vaqueros contra los suyos, de sastre. Oye un suspiro, un atisbo de carcajada y, aterrada, abre un ojo. Entonces, le ve. Es él, es él, es él. Un grito involuntario, incontrolable emerge de sus cuerdas vocales y, sin pensar, se abalanza a estrecharlo contra sí. Une los vientres, los pechos y, de puntillas, sobre los dedos de sus pies, se inclina hacia adelante. Hunde el rostro en su hombro. Lo besa, sobre la ropa. Traza el hueso, la clavícula, la carne. Asciende, cuello arriba.  Sus labios trazan el hueso, la clavícula y la carne, cuello arriba. Lo besuquea en la nariz, sus comisuras y se ríe. Lo hace contra su mandíbula. A él, le produce escalofríos y no puede sino apretarla. La abraza, la retiene. Fuerza la cercanía física hasta impedir al aire cruzar.

—Perdóname, Marlena. Perdóname —masculla. 

La voz le surge rota, de pura emoción. Apenas puede controlar su temblor y ni le importa. Es que la tiene entre sus brazos, donde debería estar. No puede parar de olfatearla, de revisar sus curvas. Las manos no le traicionan, sabe que es ella. 

—¿Por qué?

—No he podido avisarte. —Se excusa. Lucha porque puedan mirarse a los ojos y, dulce, ubica la palma de su mano por debajo de la mandíbula. La inclina. —No sabía de ti, ni de tu apellido. Ni nada más que tu nombre. Lo siento, lo siento, lo siento. 

—Lo que yo siento es haber estado furiosa contigo —confiesa. La mirada le brilla. 

—Tenías todo el derecho del mundo. —Repone. 

Los ojos llenos de lágrimas la miran. Observa su rostro, su piel imperfecta y las pequitas. Todo un riachuelo de ellas que la adornan, la enmarcan en su maldita imperfección. Él aprieta la mandíbula. El pulgar barre su mejilla rosada y, durante un largo minuto, se observan. La intensidad con la que Ethan lo hace resulta devastadora. Como si leyera su alma. Como si la desnudara. Como si conociera sus secretos. Se reprime. Se reprime muchísimo de inclinarse y besar esos labios preciosos, tan rosados. Huele tan bien que apuesta conocer el sabor que tiene. Se imagina besándola. Dibuja su piel marmórea, venosa e imperfecta y sus labios sobre ella, adorándola. Anhela besarla, anhela hacerle el amor y, desde su espiral de pasión, la oye murmurar.

 —Ethan, yo...

—No quiero que te sientas culpable por esto —susurra. Le habla cerca, muy cerca. La otra mano la sostiene, contra su cuerpo. —Ha sido mala suerte. 

—Lo sé, lo sé, pero aún así—a ella le tiembla el labio. 

La sola idea de que pueda romper a llorar lo destroza por dentro.

—Te he echado mucho, mucho de menos. He maldito a esos cabronazos todos los días desde que no he podido escribirte —confiesa, con la rabia encogida. —Ni siquiera me enfadé cuando me robaron el móvil, Marlena, sólo me preocupé. Temía que pudieran decirte algo hiriente o, mucho peor, que tú pudieras pensar que no me importas. 

—¿T-te importo?—Replica, con la voz débil. 

Apenas le surge un silbido de entre los labios, pero a él no le importa. La sola idea de que ella dude semejante verdad incontestable lo hiere. 

Decide, entonces, probárselo. 

Parpadea, se humedece los labios y, de nuevo, baja la vista. Le clava la pupila y la lee, dubitativo. ¿Aceptará la muestra de cariño? Ethan quiere evocar los nervios, sentirlos. Esa emoción electrizante que le quema la piel. Pero, en su lugar, no siente sino calma. Un bálsamo que lo hace más dueño de sí, más consciente de que está a punto de besarla. Emplea su mano para enmarcar el rostro. Le acaricia, con los pulgares, esos pómulos y, lento, se inclina. Le da a entender qué va a hacer. Emplea medio minuto en descender los míseros veinte centímetros que, agónicos, los separan. La mira, no ha dejado de mirarla. Lee sus ojos. Intenta descifrar qué emoción la domina. Si hay deseo, pánico o júbilo desmesurado por el gesto, el paso adelante que acaba de dar. 

—Dime que sí, por favor—Le suplica, a un milímetro de los labios. 

Ella aspira, le roba el aire. La nota trémula, nerviosa. Siente que su cuerpo tiembla debajo de sus manos, pero no se atreve a moverse un instante más. 

—Sí, sí, sí. —Exhala, descompuesta. Tiene su consentimiento, su muestra de deseo. 

Ethan asiente. 

E, inaudito, contenido y dulce, lento, roza los labios. Ni siquiera profundiza el beso. Sólo los toca, extasiado. A su vez, los pulgares trabajan. Masajea los pómulos y, con las manos, la detiene, la contiene. 

Ella le devuelve el beso, temblando.

phone numberDonde viven las historias. Descúbrelo ahora