—¿Dónde vas?
—¿Marlena? ¡Marlena! —Vocifera Carmen, al teléfono. —¡No, no a usted! ¡¿Acaso se llama Marlena?!
Pero la interpelada está lejos, a distancia. Camina, autómata. Siente la corporeidad extraña. Como si flotara, artificial. La piel, sus manos. Incluso, el cabello. Lo percibe ondear al aire, el propio viento que, al iniciar la carrera, genera. Ve pasar su vestíbulo, la escalera, el rellano. En visión de túnel. Disociada, de papel. Las manos le devuelven a la sensación de irrealidad. Porque, del mareo, las usa para avanzar. Palma, a la pared. La textura rugosa, la cal, la pintura. A través de los pisos y, de fondo, el eco. Las voces que la llaman. Ese incesante chillido de terror que se le introduce hasta el fondo del alma. La marea, la perturba y, sin pensar, se arroja a la calle.
Sin llaves, sin abrigo, sin mascarilla. Al peligro, al mundo real en el que, por supuesto, diluvia. Un aguacero de proporciones bíblicas. Como si Dios quisiera allanarle el camino. Escenario tétrico, gótico y, sobre todo, romántico. Ni siquiera la Muerte parece mundana bajo aquella capa de lluvia que ruge, que golpea todo con una fuerza desmedida.
Cae, consigo, el granizo. A Marlena, en pocos minutos, logra calarla y, poco después, se descubriría los moratones. Marcas oscuras, violáceas del tamaño de una nuez. En ese momento, no obstante, el dolor físico no existe. O sí, pero se confunde con el emocional. Porque está desquiciada, rota, desgarrada. Siente que el desamparo la estrangula hasta en los huesos. Entonces, corre. Corre, corre. Corre sin rumbo, sin claridad. Sus pies desnudos dibujan el empinado trazado urbano de la Ciudad de Roma. Nota los pinchazos debajo de la piel. Piedrecitas, cristales y, en general, suciedad. Losetas mal colocadas.
—Abuela, abuela —masculla.
Respira, hiperventila. Su mente la proyecta. La mirada clara, cristalina de la madre de su madre. Las cejas finas, recién depiladas y su nariz de tipo romana que, de forma hosca, añade un toque de belleza particular a su rostro. Los labios rosados. Pómulos definidos, arrugas. Esos pequeños aros de oro que, desde siempre, habían colgado de la carne decaída de sus orejas. Su pelo largo, enmarañado que, ni siquiera a los noventa y cinco años, había terminado de ponerse cano, blanco. Recuerda cepillárselo de pequeña, maravillada. Marlena parpadea, angustiada.
El suelo se desdibuja a sus pies y, a pesar de la increíble sensación de mareo que parece sobrevenirla, se obliga a seguir. No puede pararse, no. No, no, no. Angustia, náuseas. Siente que va a desfallecer, que podría desplomarse. Evoca. La ve etérea, eterna frente a sí. Su complexión pequeña, escuchimizada y las manos, destrozadas del trabajo. Con los callos, las asperezas que, a pesar de todo, habían amado a Marlena hasta el mismo instante de la muerte sobrevenida.
La idea la obliga a enloquecer de dolor. Como si una enorme daga la atravesara de atrás hacia adelante, destrozándola. Oye, incluso, a sus huesos. Crac-crac. Su corazón parece querer salirse y, en ese instante agónico, una idea se ilumina en su psique.
—La florería, la florería —repite, desquiciada.
Lo hace a suspiros desgarrados, dolorosos hasta decir basta. Porque, en ese momento, ni siquiera está en condiciones de emitir una sola palabra. En medio del caos, de la intensidad y el dolor, su voz ha perdido cuerpo, razón de ser. Está afónica, helada y desorientada. Pero su fuero interno brilla como nunca. Está, en medio de la locura, lúcida y, gracias a ese halo de claridad, se orienta.
De nuevo, corre, cuesta arriba.
Emprende una carrera a través de charcos, basura y bancos, a pesar de los pies descalzos, desprotegidos. Lo único que la evita el contacto directo con la piedra es el fino calcetín que, hace no mucho, era de un encantador color violeta pastel. Ahora, indefinido. Tal vez, color inmundicia. Tuerce, gira, se detiene y, al fin, llega al callejón en el que ha vivido la integridad de su adolescencia.
Atiende a su presencia con un cierto desconcierto. Lo recordaba diferente, iluminado y, por primera vez, se permite parar. La mano a la pared la ayuda a descansar. Avanza, temblorosa y, luego de un par de minutos, enfrenta la puerta de cristal de la floristería. Está cerrada. El candado está puesto y, de la manivela, la separa una capa de una especie de hierro protector, pero no la detiene. Recuerda el escondite, extrae la llave y, de inmediato, se pone a resguardo. La oscuridad la invade nada más entrar y, para evitar clientes indeseados, no enciende las luces. Incoherente o, quizás, trastornada, deja la puerta entreabierta y el hierro sin echar.
—Lirios, orquídeas, rosas. —Vocaliza. Un rastro discordante le emerge de la garganta. Los dedos viajan de cesta en cesta, en búsqueda de las flores deseadas. —Y crisantemos, que es un funeral.
Las manos pálidas cargan con un inmenso ramillete de diversos colores. Lo desplaza por toda la tienda, a trompicones y, a su paso, deja un rastro considerable de agua. Veloz, extrae la caja de herramientas. Prepara el papel, las cintas y, temblorosa, extrae cuantos otros adornos necesita para lo que proyecta. Una corona de flores. Pero no pequeña, ni mediana, sino de proporciones esculturales. Más de lo que su propia fatiga corporal puede asimilar y, al margen del dolor, la humedad o el rastro helado que nota en la piel, Marlena se inclina, trabaja. Busca la concentración, a toda costa y, a pesar de cortarse o herirse, sigue adelante. Corta los ramos, reubica las hojas, espera dejar las flores inmaculadas, perfectas. Tan concentrada está que ni siquiera oye el coche, el chirriar del metal o sus pasos.
—¿Marlena? —La llaman.
Guiado por el rastro de agua y, también, los constantes gemidos que, de forma inconsciente, ella emite, se aproxima, por la espalda. Camina con prudencia, atemorizado ante la idea de traumarla más todavía. La joven no parece oírlo. Está húmeda, empapada. La ropa se le ha pegado al cuerpo y, entre violentos tembleques, él vislumbra cómo su piel comienza a adquirir un feo tono azulado-violáceo.
—Lirios, orquídeas, rosas. —Repite.
Habla, a respingos y apenas se distingue un silbido de voz. La ve desplazarse. Todo a su alrededor está mojado, pero no la mesa de trabajo y, mucho menos, la corona que prepara. Está a punto de terminarla. Ultima los detalles con una observancia espectacular. Tallos, pétalos, hojas. Trabaja, limpia, observa. A un ritmo veloz, frenético. De su propio caos surge algo precioso. Él no osa interrumpirla, sino que la contempla. Le nota la tensión en cada gesto, sus movimientos y, cuando la ve pelear. Decide intervenir.
Piel con piel. De dos zancadas, la cubre. Invade la gélida corporeidad con un agradable calor humano que, a pesar de su ceguera evidente, Marlena reconoce. La olor, la fragancia. Reconocería ese perfume en cualquier caso y, todavía, no se gira. Permite que la sostenga, la retenga. Entre sus brazos, se deja hacer y, sin relajarse, observa, obnubilada, cómo las manos de él trabajan. Despegan el precinto de seguridad y, con un aire experto, tiran de la cinta. Ella corta, a demanda y, ayudada, le pone punto y final a la trabajosa corona de flores.
—Gracias —murmura, entre dientes. La voz le sale recompuesta, con más cuerpo, pero no ha dejado de ser un halo desgarrado.
—No vuelvas a hacer esto nunca, nunca más —la advierte.
—Tenía que hacerlo, Ethan.
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phone number
FanficA Marlena la han dejado por WhatsApp. Desesperada, intenta escribir a su novio, pero éste le ha bloqueado. Entonces, lo intenta con sus amigos. Todos la ignoran, hasta que alguien responde. ethan torchio x female oc