𝖛 - 𝖊𝖓𝖘𝖔ñ𝖆𝖙𝖆𝖉𝖆

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— ¿Qué es lo que te pasa hoy, Ethan? — Victoria parpadea, preocupada. 

Su diminuto cuerpo se inclina de forma leve sobre el complejo de platillos, varillas, timbales y similares que ocupa Ethan. Él mantiene el ceño fruncido y la mirada perdida, congelada en algún punto espacio-temporal que los demás ignoran. A una distancia prudencial y con un deje preocupado, Thomas los observa. Le inquieta la dispersión que muestra su amigo porque, desde que comenzara el ensayo, no ha dejado de errar notas, perder el ritmo o caérsele las baquetas, como si algo le impidiera la concentración. Tiene la cabeza aturdida y llena de pájaros, pero en el mal sentido. 

—Estoy bien, Victoria. 

Miente. Miente como un bellaco y, a su compás, la voz le sale ronca, grave. Como destrozada. Por su tono, se puede entrever la ristra de emociones, ideas y pensamientos que, de tanto rumiarlos, están deformados. Que han perdido contenido, vaya. Versan acerca de la auténtica nada y, a pesar de ello, su cabeza está intoxicada. Suspira el nombre de Marlena. 

—No lo estás —masculla la bajista.

Incluso, enarca una ceja, pero no se esfuerza por ser vista. Silencio sepulcral por la otra parte. Ethan ha vuelto a disociar. Ese color blanquecino, perlado y traspuesto, parejo a la enfermedad, le ha regresado a su rostro inmaculado, bañado en juventud. Ni la joven ni Thomas, a un par de metros, añaden palabra alguna. Se limitan, los rubios, a intercambiar una mirada carga de significado y comunicación no verbal. Como si hablaran con la mente. 

—Por el amor de Dios —exhala Damiano. 

Su silueta escuchimizada y alargada, pero majestuosa queda recortada por la oriunda luz del mediodía. 

Nadie se gira a mirarle, ni a prestarle atención, sino que la fijan en el alma desgraciada de su baterista. Adrede, por celos o costumbre, el cantante deja caer la pesada puerta de metal y, con el contundente estruendo, todos se sobresaltan. A Torchio se le resbala una de las baquetas, pero no la logra atrapar. El instrumento golpea el aire, choca con el altavoz y va a parar a un recoveco oscuro, lleno de polvo y de difícil acceso. No protesta, sino que se levanta y se arrodilla, en su búsqueda. En ese momento, Raggi y De Angelis se giran, broncos, a reprocharle a David su actitud. El ego de éste le impide darse por aludido y, con una decisión peligrosa, con el humo de la última calada entre los dientes, accede al diminuto estudio en el que ensayaban. 

—Damiano, no —advierte Thomas, entre dientes. 

Como respuesta, la última descarga de alquitrán, nicotina y, como mínimo, treinta sustancias nocivas más, va a parar a su inmaculado rostro. Tose con virulencia. Sus años de fumador todavía no le han acostumbrado a lo asfixiante de los residuos del tabaco. El interpelado pasa por delante de él, de la bajista y, con tres impresionantes zancadas, se ubica delante del cuerpo agachado de Ethan. 

—Infantil—masculla Victoria.  Y

, por una fracción de segundo, recibe la cómplice mirada de su amigo; luego, la devuelven al alma dolida, quien ha rescatado la baqueta. Su siguiente acción pretende ser el observarla a contraluz, en búsqueda de cualquier daño o defecto ocasionado por la caída, pero algo se lo impide. La figura de Damiano que, con los brazos en jarra, aguarda. 

— ¿Se puede saber qué coño te pasa hoy, Edgar? —Inquiere. 

La dureza de su tono no intimida a su interlocutor, quien está acostumbrado a malos modos, faltas de respeto y, sobre todo, salidas de tono tan extravagantes como usuales. Sólo le sostiene la mirada y, con inocencia, parpadea. Hasta ahora, el gesto había funcionado. 

—Déjale. 

—Thomas, cállate. 

—Todos estamos teniendo un día asqueroso —repone el guitarrista, en su noble misión de defender a su amigo. —Creo que podríamos ahorrarnos la crueldad de los comentarios. 

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