𝖝 - 𝖆𝖑𝖎𝖛𝖎𝖆𝖉𝖆

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La campaña de Navidad ha comenzado. Crepita, se extiende a través de escaparates, vallas publicitarias y todos los comercios en los que ha estado. Hasta el aire parece estar impregnado. A un ritmo constante, pero animado, Marlena recorre un buen número de tiendas. Tiene que hacer, por adelantado, compras navideñas. La lista arrugada reside en el bolsillo trasero del recién estrenado vaquero, de una tonalidad oscura. No la ha mirado una sola vez. Ni al papel, ni a sí. Teme horrorizarse, ser noqueada por un ataque de pánico. 

El conjunto que ha elegido rima. Es sencillo, inteligente y equilibrado, sin desentonar. La destaca, en medio del maremágnum de seres humanos y, a pesar de la odiosa mascarilla, se las apaña para encajarla en el look. Un contraste. De los ajustados vaqueros negros y jersey fino, de hilo, a tono similar a la despampanante mascarilla blanca, de pico. Lo combina con su gabardina oscura, tono café y un pañuelo de similar tono; en los pies, sus cómodas deportivas. Suspira, desencantada. Quiere ser otra. Una chica valiente, atrevida y con más estilo, glamurosa. Preferiría vestir un vestido negro ajustado, escotado y acorde con unas botas de puro infarto. Éstas últimas las posee. Pero las tiene abandonadas, tiradas en medio de la nada y agarrando polvo. Recuerda habérselas puesto y, también, la visita a Urgencias posterior. Un esguince en segundo grado. Salió cara la broma.

— Cuatro con cincuenta, por favor. — Le pide, amable, la cajera. Marlena asiente y, de gesto despreocupado, echa una de sus rechonchas manos al bolso. Rebusca. Sus llaves, el teléfono móvil o la funda de sus gafas tintinean por dentro del bolso, pero ni rastro del monedero. Emite un gesto de disculpa, a través de la mascarilla. 

— Perdóname — repone, luego de un agónico minuto de búsqueda. 

Sus dedos rechonchos, de uñas recién pintadas han extraído la tarjeta de crédito. Paga la guirnalda y, en una bolsa de papel, la extrae de la tienda. Los pies le agradecen el haberse puesto en marcha. 

Camina, calle abajo, atenta. Ethan le mandó un selfie de cómo se vería, por si no se reconocían. En el suyo, Marlena aparece sonriendo. El cabello rojo y recién teñido le desciende, cual cascada, enmarcándole el rostro. Su piel ruborizada adquiere un tono marmóreo ante la inteligente opción de maquillaje: un eyeliner, pintalabios carmín y esa sombra de ojos color café, a juego con su propio iris. Al verla, el baterista la había regado en corazones y, poco después, había vuelto a confirmar la hora. A las cuatro de la tarde. Por la hora, faltan un par de minutos y, por ello, decide ir a sentarse. El frío banco del área oeste de la Villa Borghese, algo desolado, la recibe. Deja caer las bolsas y, con un suspiro, alza la vista al cielo azulado, inmaculado. Ve pasar las nubes frente a sus ojos, con un gesto ensoñador. Va a conocer a Ethan. 

Acabo de llegar. 

¿Dónde estás?

Ethan, 05/12/2020. 16:01. 

Marlena envió una foto, 05/12/2020. 16:01.

 

No te muevas, voy para allá. 

Ethan, 05/12/2020. 16:01.

Bloquea el iPhone. Desbocado, su corazón late. Ethan hiperventila en lo que deviene una mezcla de curiosidad, ansiedad y expectación. Sus botas chillan contra el pavimento. A paso rápido, sin pausas, recorre la inmensidad de Villa Borghese. Es una zona ideal para citas, reconoce. Natural, escondida y tímida. Hay cierta coquetería alrededor. La naturaleza campa a sus anchas y, ello, de alguna forma, posibilita al amor. Apenas reflexiona rimas o poesías cargadas de romanticismo, ya que llega a la zona donde esté Marlena. Se detiene, escanea el lugar y, con un gesto de pánico, vuelve a tomar el móvil. Quiere escribirle, aunque no sabe para decirle el qué. Está en frente de ella, seguro. Pero no logra verla. 

¿Puedes enviarme ubicación, por favor? 

No soy capaz de verte. 

No sé dónde estás. 

Ethan, 05/12/2020. 16:02. 

Marlena envió ubicación en tiempo real. Disponible hasta las 17:02 del 05/12/2020. 

Tiembla, transpira. La pelirroja es un manojo de nervios. Está angustiada. Su cabeza la acusa, la tortura con cientos de cuestiones, afirmaciones o hechos que, bajo la óptica de su ansiedad, resultan certeros. Que si el pelo, la ropa y su corporeidad. Ésta le preocupa enormemente. La carne, sus estrías. Los granos, las imperfecciones, las ojeras. Todo lo que la rodea, en realidad, porque no es normativa. Es lo opuesto y, sin querer, su existencia implica hacer bandera. Por el derecho a vivir una vida digna, bonita, feliz con independencia del tamaño corporal. Se lo repite, hasta la saciedad y, sin embargo, en ese momento, quiere hundirse, ocultarse. Quiere hacerse pequeña. Marlena camina alrededor del banco, en círculos. Cual hámster enjaulado. Carga con el bolso, las bolsas y clava la vista oscura, aguada en las losetas del suelo. Siente que llorará. La emoción la hace palidecer y, de pura tristeza, amaga con sollozar, pero aguanta, estoica. Fija la vista en la suciedad del suelo. El tiempo, los minutos la calman y, cuando vuelve a ver el mundo, entonces, le ve. 

A unos cuantos metros, está Ethan. Desorientado, solo. Lleva el teléfono móvil en la mano. Su cabello oscuro, largo y brillante reluce bajo la luz del sol, sin cesar de moverse, al compás de su cabeza. La está buscando. A Marlena se le queda la voz atrapada en la garganta. Quiere llamarle, chillarle. Es que sabe que es él, sin ningún tipo de explicación. La mascarilla quirúrgica le cubre gran parte de la cara, por lo que sólo quedan a la vista sus preciosos ojos. Los ve brillar, delineados. Algo la arranca del suelo, la obliga a marchar. En silencio, la joven italiana camina hacia su cita. Él, a un par de metros, se percata. La ve, se detiene. El iPhone le tiembla en la mano, de la impresión.

Entonces, se detiene. 

Los pies de Marlena se frenan a dos metros de Ethan y, en un acuerdo tácito, ambos se escrutan, curiosos. Detalles, colores, texturas. Cualquier elemento que sirva para una muy recurrida futura imagen mental. 

— ¿Puedo? 

Asiente, autómata. Él abre los brazos y, dubitativa, de una única zancada, ella se cuela entre éstos. Apoya la cabeza en sus pectorales y, entonces, Ethan la aprieta. Sus brazos la estrujan, la ubican contra sí y, de forma inconsciente, apoya su cabeza en la de Marlena. La siente, íntegra. Su carne, su piel, su ropa. Todo de ella, aspira el aroma. Siente calma. Una voz lo susurra, se lo cuenta a ambos; a partir de ahora, todo estará bien. 

A su alrededor, reina el silencio. Sólo pueden escucharse pájaros piar, los lejanos coches y, quizás, un rumor imperceptible de otros pasos, el viento o voces indistintas. A esta hora, bajo el frío helador de diciembre, los amantes están solos. Frente a ellos, el paisaje de la Villa Borghesa se deja expandir, bajo la luz dorada del atardecer más romántico de sus vidas.   

Casa. 


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