❝ Mujer, si puedes tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez, te he dejado de adorar...❞
Órdenes son órdenes. Peticiones son oportunidades. Juegos son perdición asegurada. O eso pensaba la esclava griega que vivía esquivando a las señorita...
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No hay nada como la placidez que se obtiene luego de haber descansado lo justo y necesario, sin malos sueños en el medio, ni pensamientos intrusivos que buscan una grieta a través de la cual escaparse para resurgir. Nada de momentos molestos en una inquieta consciencia, nada de preocupaciones que atentan contra el descanso y nada de sentimientos estorbando el camino. A no ser de la placidez, pura y simple placidez de haber dormido mejor que nunca.
La luz intenta colarse por las cortinas blancas de la ventana bien cerrada de aquella habitación, una ventana cuyo vidrio parece no portar transparencia alguna gracias a la helada que aguarda afuera. Los copos de nieve caen, sin mostrar sus intrincados y únicos diseños una vez se amontonan junto a todos los demás en la superficie que tocan. El viento entona con menos rudeza su canción, y el castillo sobre la colina se mantiene intacto e impasible ante la crudeza del invierno que no logra perforar sus firmes muros.
La cama se mantiene cálida, lejos de la ventana y de la poca luz que logra entrar. Al lado hay una mesita de noche con una lámpara apagada, un paño limpio, una pequeña botella con alcohol desinfectante y un libro de romance. En la esquina de la cama y sobre la cabecera, un collar con una esmeralda cuelga, y en la otra esquina se encuentra un simple pero llamativo amuleto pagano con extraños símbolos dorados y algunas plumas negras.
Hay un sillón rojo cerca del otro extremo de la cama, al borde de un pañuelo blanco con una mancha de sangre que se encuentra en el suelo. Sola, la mujer acostada en la cama comienza a despertar.
Sus manos se enroscan en la sábana mientras lentamente se estira, preparándose para abrir sus verdes ojos. Su cabello castaño y enrulado yace suelto en mechones largos que llegan casi hasta sus codos, y cual muñeca bien arreglada, su camisón largo y de color blanco le aporta ese último toque de bella durmiente. Curioso, porque ese es el título del libro que se encuentra a su lado sobre la mesa de noche; una adaptación nueva en la que cierta pelirroja estuvo trabajando hace unos años, reescribiendo a su manera y con sus propios toques románticos.
Hay un aroma dulce en la habitación, de un perfume que la doncella reconoce antes de abrir un poco cansada los ojos. Parpadeando un par de veces, Manreet bosteza y observa extrañada el lugar donde la recibe su nuevo día.
Mañana, tarde; realmente no tiene idea de qué hora es. Busca con la mirada un conveniente reloj alojado en alguna esquina, pero se distrae viendo la cantidad de cosas que la rodean, desde su preciado collar en la esquina de la cabecera de la cama, hasta los objetos que abundan sobre su mesa de noche.
Y el sillón cerca de los pies, que le hace preguntarse quién la acompañó en su sueño durante el tiempo que estuvo dormida.
Una vez se acostumbra a la poca luz que hay en la habitación, logra verse mejor a sí misma. Hay una venda cubriendo su mano izquierda y otra más apretada en sus dos brazos, en extremo opuesto al codo y donde sus articulaciones resaltan sus venas una vez estira ambas extremidades. Siente un poco de picazón en esa zona, acompañada de un leve dolor si se estira demasiado. Preocupada, busca la lámpara sobre la mesa de noche para tratar de encenderla y ver mejor.