Convencido de la futura traición de Daniel, y sabiéndola inevitable, Lucio aceptó la ayuda del hechicero. "Llamo a Nix, la Señora de la Noche, a Dolos y a Ápate, Señores del Engaño, para que tomen este anillo, y con su poder lo impregnen, lo bañen, para que el hombre que lo luzca en la mano, sea visto como legítimo heredero, y nadie pueda sembrar duda de ello; y que aquellos que se atrevan a hacerlo, sufran la ira de las Keres". Así conjuró Arcaláus encantando el real adorno. "Respecto a la enfermedad que asola el corazón de vuestro amado, sólo una cosa puede hacerse para liberarlo y es entregárselo a la muerte. Deberás tomar su aliento y regar su sangre, sólo así podréis cambiar vuestro cruel destino. Mientras él respire, vuestra merced perecerá. El Señor le ha enviado para santificarlo a él, porque vuestra ánima ya está propensa, es nata a la impura y maldita marca, aquella que relució sobre Adán tras la desobediencia, la misma de Caín tras el fratricidio, como la de Judas Iscariote tras la traición. No hay otra manera". Enterándolo de esto, le entregó una funesta y mortífera espada. "Clavadla en el corazón de vuestro amado Daniel y cambiad vuestro camino".
Y entonces Lucio dudó de su proceder, y en un momento de débil arrepentimiento, quiso honrar la honestidad que tenía hacia Daniel, aunque éste no se la tuviera, y pensó en confesarle todos sus temores. Pero el astuto adivino, previendo su retractación, adjuró a las aguas del caldero para mostrarle el proceder de aquél. Y justo en ese preciso instante, en el precioso líquido, se observó la celebración de un clandestino himeneo entre Lord Daniel y Lady Janeth, que con la ayuda del ermitaño se estaba llevando a cabo. No hubo más titubeo, la decisión estuvo tomada. "Si él me ha mentido y me ha hecho a un lado por desmedido egoísmo y nefasta ambición, lo mismo le haré yo". Dio un costal de monedas de oro al hechicero y salió de aquel sitio con la idea de la revancha.
Arribó al castillo con una indómita sed de poder. Rebosante de orgullo y altivez. Con el anillo reluciéndole en la mano, cruzó los salones del palacio, hasta llegar a la cámara donde los reyes descansaban; les hizo una reverencia, y enseguida los enteró: "Padre y Madre, he vuelto, soy yo, el Amadeo, el único heredero y futuro regente de Asgarod. He aquí el anillo de mis ancestros". No hubo duda, ninguno cuestionó la aseveración. El encantamiento dio resultado. Presto los reyes le extendieron los brazos con sumo alborozo, y la corte entera se regocijó.
Al mismo tiempo de estos sucesos, Daniel se encontraba en la celebración con su nueva esposa; sin embargo, su rostro no mostraba felicidad, todo lo contrario, una profunda tristeza. Dejó el alboroto de la fiesta, y se aisló como lo hizo Nuestro Señor en el Monte de los Olivos, a meditar y orar. En ese íntimo momento, una mujer mayor le habló: "Decidme Lord Daniel, ¿por qué en vuestro rostro abunda la pesadumbre y no la alegría? Si la última vez que lo admiré, estaba rebosante de ella". Aquél rápido identificó a Urganda La Desconocida y le respondió, "Porque mi corazón me reclama el proceder de mis actos. Siento he obrado con el desacierto".
Entonces relató que hace tiempo, en una de sus andanzas de guerra, pasó por una tierra donde se encontró con un inconcebible ajusticiamiento. Dos hombres fueron humillados y torturados públicamente sólo porque se había descubierto que mantenían entre ellos una relación, como si fueran hombre y mujer. No hubo otro crimen ni mancha en la conducta de éstos, más que el amarse en distinta manera a los demás, tanta ofensa causó su forma diferente, que de inmediato se consideró muy vergonzoso, sumo aberrante y detestable, e incluso pecaminoso. Por más pregunta y estudio que hizo y consultó, él no encontró la maldad en poseer tal sentimiento; pero un miedo comenzó a azuzarlo e intimidarlo. Pensando en Lucio, y queriendo salvaguardarlo de todo mal, recurrió a la reserva y a veces a la indiferencia. Luego conoció a Lady Janeth, y en ésta halló una amiga y confidente, quien le propuso ser la "fachada", pues unidos no habría sospecha ni peligro para ninguno.
Lord Selving no se opuso, y Sir Foster lo había consentido. "Era lo mejor", mas en su interior no sentía aquello correcto ni benigno, pues empezaba a causar estragos. "Porque es una argucia y ello conlleva a la falacia", respondió la mujer. Él le contestó que eso mismo le advirtió el ermitaño, quien no estuvo de acuerdo con este proceder. Entonces ella le pidió atendiera al guardapelo. Pronto lo hizo y el horror se manifestó en sus pupilas, la joya que custodiaba había extraviado la mayor parte de su brillo y belleza, y además se encontraba estrellada, como si estuviese a punto de quebrarse, de hacerse añicos. "¡Oh, Señor mío! ¡Qué crimen he cometido!", expresó entre lamentos. "El viento ha cambiado más que su dirección, ahora es gélido y lúgubre. No es un buen indicio. Encomendaros al Señor, Lord Daniel, suplicad su fuerza y valor, porque los vais a necesitar. Frente a difícil prueba te habéis colocado". Enseguida dejó el llanto para después y se preparó para volver a la ciudad.
Justo en ese instante un mensajero le trajo informes a Lord Selving: "Señor, lo solicitan con suma demanda en el palacio. El rey ha nombrado a Count Lucio heredero al trono. Todos los Lores deben presentarle sus respetos y lealtad en la ceremonia de coronación". Este mensaje gran sorpresa y alarma le causó. Rápido dispuso a su tropa, y la celebración se interrumpió. Buscaron a Daniel, pero uno de los mozos los enteró de su repentina partida. Todos creyeron había marchado anhelante de justicia, en especial Lady Janeth, la cual conocía la pertenencia original del anillo, y ahora casada con el caballero, y sumo incitada por sus sentimientos, pues mucho se había enamorado de él, y alentada por la labia paterna, no estaba dispuesta a ceder sus reales derechos. La caravana emprendió el regreso.
Daniel animaba a su caballo a ir rápido, a casi volar como las aves; pero avistó a una familia siendo asolada por unos rufianes. Enseguida se detuvo, porque no era capaz de ignorar el auxilio al prójimo, sacó la espada y defendió a los desvalidos. Esto le trajo buen retraso, porque la caravana de su esposa llegó antes a las puertas del palacio.
Y mientras tanto, allá congregados, realeza y nobleza, todos en el gran salón, que con riqueza y magnificencia se había decorado para celebrar al novicio príncipe. Lucio tocaba la lira, porque diestro era en las artes, mucho en la música, y una suave melodía inundó dulcemente los oídos de los presentes; los dedos de aquél rosaban las cuerdas del instrumento, como las Moiras los hilos del destino. Estaban en este deleite, mas apenas sintió la presencia de la recién casada, se detuvo rompiendo una de las cuerdas. Los reyes también notaron el arribo y les pidieron unirse al magnánimo festejo; pero Lady Janeth, motivada por su nuevo vínculo y velando por sus propios intereses y los de su ahora esposo, llamó públicamente al recién titulado un usurpador.
La corte entera se sorprendió ante tal acusación. El rey Odison, quien por el hechizo estaba afectado, pero también por el cariño que le tenía, se apresuró a defenderlo: "Respetable señora, desconozco la razón por la cual expresa semejante acusación. Pero la entero a vos y todos los reunidos; él es mi único hijo, lo entregué al Señor cuando nació, y ahora como me lo prometió antes de concedérmelo, lo regresó a mí vuelto hombre de gran provecho. En su mano descansa el símbolo de la real dinastía". Y aquella pronto respondió: "No pongo en entre dichos su palabra ni la veracidad de ella, vuestra majestad. Empero sí a quién se ufana de ser cuanto vuestra excelentísima boca ha expresado". Sin perder la compostura, Lucio finalmente habló, "Mi señora, si me permite la cuestión, dígame ¿a quién pregona vuestra merced la pertenencia de este precioso anillo?". Lady Janeth, muy temeraria, porque bien segura estaba de sus palabras, contestó: "Al honorable Lord Daniel, que en ausencia y con el respaldo de mi padre, Sir Foster, represento. Porque tengo deber y obligación hacia él, puesto que así lo ha mandado la Santa Iglesia a todos aquellos que se unen bajo la institución del matrimonio".
Lucio sintió una profunda tristeza al escucharla, mas también un recalcitrante odio nacido de los celos y la envidia, el cual aumentó conforme se percató como Lord Selving y demás hombres que la acompañaban, jugaban los dedos en las empuñaduras de sus espadas, dispuestos a ofrecer la vida como respaldo a su palabra. Entonces excitado por la rabia, apunto estaba de perder la serenidad que mucho lo caracterizaba, cuando avistó en el umbral de las puertas del gran salón, al defendido cónyuge. Presto la multitud ahí reunida, al observar el inmóvil estado del acusado, viraron la atención hacia el recién llegado.
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LORD La Historia de Daniel y Lucio
FantasyAquí comienza la historia del muy valiente y esforzado príncipe y caballero de la ardiente espada Lord Daniel que trata sobre su profético nacimiento y sus grandes hechos en armas y de las increíbles y maravillosas aventuras que vivió por fortuna de...