HALLAZGO -EL ERMITAÑO-

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Y sucedió, que así como los animales buscaban la calma en las entrañas de la naturaleza; con la guerra, el corazón de algunos fieles creyentes quedó tan mortificado, porque la ambición y el poder habían causado extrañeza por el prójimo, olvidándose de profesar el amor, que muchos vieron amenazada su humanidad, y optaron protegerla con la soledad del exilio. Así, uno de estos inconformes, un monje con sus ideales y creencias intactos, vagó por aquellos bosques sin más compañía que la del Creador; tratando de reencontrase a sí mismo, se volvió un ermitaño. En medio de apacible, pero agreste natura, halló sitio ideal para vivir, y ahí decidió erigir una modesta casa.

Cierto día, mientras recolectaba las hierbas que utilizaba de manera curativa, atestiguó el salvaje enfrentamiento entre una feroz leona y una intrépida cabra. Pensó que ni los animales estaban exentos de esa rabia primigenia que al mundo arrastraba, y continuó su camino. Sin embargo, de un increíble hallazgo fue testigo, y quedó se casi inmóvil, pues avistó bajo la copa de un frondoso árbol, la prueba fehaciente de la fraternidad; eran dos infantes, todavía muy pequeños para tener entendimiento, pero que por instinto se cuidaban, se hacían mimos y se otorgaban sonrisas con auténtico cariño. El más vivaz, el más despierto, cuidaba del más adormilado, del más taciturno. Y aquel ermitaño mucho se abrasó con su demostrado amor, y experimentó la renovación de su fe. Apresurado se acercó a ellos, y corroboró que no tenían parientes, pues parecían engendrados por la mismísima madre tierra, cubiertos de yerba y barro. Creyéndolos emisarios del cielo, quiso honrarlos haciéndose cargo de su tutela, y en sus brazos los arropó con calidez.

Astutamente se escabulló con ellos y despistando su rastro, los llevó a su casa, en donde los aseó y los acicaló, e impresionado se mantuvo por sus semblantes y portes; debían ser hijos de fastuosos señores, pues eran fuertes y rollizos, además de tener la piel argenta y los cabellos de color sol; uno tenía los ojos de zafiro y en el pecho una marca de nacimiento que igualaba a la forma del astro solar, mientras que el otro tenía los ojos de esmeralda y una medialuna grabada en la espalda; incluso podrían haber sido hermanos gemelos; no obstante, el ermitaño los examinó con verdadero escrutinio, y concluyó que no lo eran. Luego les dio un nombre con el agua bautismal. Al más espabilado lo llamó Daniel, "la justicia de Dios", en honor al profeta y a su temple, que mostraba gran valor y fuerza, como la de un león. Al otro, al más quieto lo llamó Lucio, "el luminoso" o "el nacido a la luz", porque con su tranquilidad denotaba futura sapiencia y profuso raciocinio, sería el rayo de sabiduría en la oscura ignorancia.

Pese a ser tan diferentes, ambos eran el complemento del otro; quizás porque así habían nacido, unidos y eternamente entrelazados. Los dos mucho se quisieron y el cariño que surgió entre ellos fue incalculable. El ermitaño sumo afecto les tuvo por igual, y los crió con verdadero amor filial. Por casi catorce años los cuidó, educándolos bajo los principios nobles y cristianos.

LORD La Historia de Daniel y LucioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora