Kathia
Gemí mientras volvía en mí. Intenté moverme con cuidado sintiendo cómo el dolor se despertaba conmigo. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. Suponía que a nadie le importaba, ni siquiera se habían molestado en taparme cuando me habían tirado en la cama como si fuera un perro. Para ellos no era más que un juguete roto.
La luz del día que entraba por las ventanas era muy tenue. Pensé que podía estar amaneciendo, pero cuando miré el reloj me di cuenta de lo equivocada que estaba. El sol se escondía tras completar otro ciclo.
Intenté incorporarme, pero sentí una fuerte punzada en mi espalda, como si una enorme piedra me hubiese estado aplastando todo el día. Las piernas tampoco respondían y comenzaron a temblar. Por un momento, creí que no podría caminar, pero luché por sentarme en la cama y poner los pies en el suelo. El contacto me produjo un escalofrío placentero.
Me impulsé con cuidado y me puse de pie. Pero perdí el equilibrio y caí en la cama. Me estudié el cuerpo levantándome la ropa: no había ni una señal, ni un simple moratón, nada. Era tal el dolor que sentía que la presencia de alguna marca me habría consolado.
Volví a levantarme jadeando silenciosamente. Mantuve el equilibro y me ayudé de los barrotes de la cama para avanzar hasta la terraza. Necesitaba sentir la brisa en mi rostro.
Pero, de repente, caí en la cuenta de algo extremadamente importante. Con rapidez me miré en el espejo mientras palpaba mi ropa. Llevaba puesto el mismo chándal que en el cementerio. Estaba manchado de barro y algo rasgado por las rodillas. Me descalcé y miré en mi calcetín. El simple gesto de inclinarme me hizo ahogar un grito de dolor. Sentí una punzada en el estómago, pero ahora no podía quejarme. Seguramente, me habrían registrado cuando perdí el conocimiento. «Por favor, por favor, que no me hayan quitado...»
Allí estaba la tarjeta, intacta.
De repente, la puerta se abrió sin que tuviera tiempo de volver a esconder la tarjeta. Apareció Enrico con una cara totalmente consternada. Se le veía agotado y, sobre todo, muy preocupado por mí. Intenté levantarme del suelo e ir en su busca, pero cuando ya estaba incorporada me tambaleé. Caí en sus fuertes brazos y me llevó de nuevo a la cama. Su respiración, normalmente armoniosa y apacible, estaba visiblemente agitada.
Me acarició las mejillas y me abrazó con fuerza. Después, se apartó y comenzó a palpar mis piernas.
—Quítate la chaqueta.
Bajé la cremallera y, con esfuerzo, me retiré la chaqueta hacia atrás. Levantó mi camiseta y comenzó a palpar mi estómago y mis costillas como si de un médico se tratase.
—¡Au!... —me quejé tan discretamente como pude.
—¿Te duele aquí? —preguntó, presionando en el costado.
—Un poco.
—Mentirosa... Tienes que quitarte la camiseta. Quiero ver tu espalda.
No le importó que estuviera en sujetador, lo único que Enrico quería era examinarme. Sabía que me habían pegado; más bien, que me habían dado un paliza de esas que nunca se olvidan y que te dejan en cama más de una semana.
Presionó mi espalda y me encogí. Ya no podía fingir por más tiempo. El dolor era espantoso. Me ardía todo el cuerpo y no podía disimular porque Enrico tocaba en el lugar preciso.
—Está inflamado, pero no hay ninguna señal. ¿Qué utilizaron? Cerré los ojos e intenté ocultar mi rostro.
—Toallas... —susurré volviendo a revivir la escena.
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1. Mirame y Dispara
RomanceKathia Carusso, una joven adolescente de la alta aristocracia italiana, regresa a Roma tras muchos años de internado sin entender muy bien por qué su familia la quiere de vuelta. Allí se reencuentra con Cristianno Gabbana, un conocido de la familia...