1. El chico en el bosque

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Sabía que no debía estar por ahí. Lo sabía perfectamente. En especial cuando el castillo estaba tan concurrido con visitas; hombres desconocidos, ruidosos e intimidantes. Ella los evitaba a toda costa.

Pero aquella era una situación especial, así que debía romper las reglas.

Su menudo cuerpo se movió entre los árboles, cuidando de no hacer demasiado ruido al pisar las hojas caídas. No solía haber nadie por ese lugar ―principalmente cuando las visitas preferían largas comidas llenas de licor―, pero no estaba de más ser precavida. Sólo un poco más y alcanzaría el lecho del río.

Extrajo el retazo de pergamino que llevaba guardado en su gastado obi y trató de encontrar la planta ilustrada por los alrededores, alerta ante los escasos tonos verdes que aquel árido paraje tuviera que ofrecer. Volvió la vista hacia atrás más de una vez, deteniéndose para agudizar el oído y escuchar si alguien la seguía.

Con suerte saldría impune de su excursión al bosque, y con más suerte aún, conseguiría la planta que la abuela Kaede tanto necesitaba. Los encargados del ala de enfermería tenían muy bajos suministros, y su próxima expedición para reponerlos sería al día siguiente. La abuela no podía esperar tanto.

Finalmente, después de varios minutos de caminata escuchó el lejano murmullo del río y apuró el paso con una sonrisa.

Sin embargo, cuando no le quedaba mucho más para alcanzar su destino, un súbito golpeteo la hizo clavar los talones en la tierra. Y menos mal que lo hizo.

De la nada había emergido un inmenso ciervo, gris como el acero, con majestuosas astas coronando su cabeza. El animal cruzaba el camino de un salto justo delante de ella, y estaban tan cerca el uno del otro que casi pudo ver el vaho de su aliento escurriéndose de su hocico. De haber estado unos pasos más allá, se la habría llevado por delante.

Apretando los dientes para no gritar por el susto, atinó a retroceder mientras giraba la cabeza para seguir su movimiento. Corría huyendo de algo.

Y en una fracción de segundo, ese algo cortó el aire como un cuchillo. Un horrible bramido seguido de un fuerte golpe fue lo siguiente que se escuchó. Ella apenas atinó a asomarse entre los matorrales, con las piernas temblando. Una larga flecha de fresno con plumas de ganso estaba incrustada en el costado del animal, quien respiraba agónicamente.

Consternada y aún impresionada, volvió la cabeza en dirección de donde había venido la flecha. A varios metros entre la mustia maleza y los árboles grisáceos, se asomaba una figura aún con el arco alzado.

Tragó con dificultad cuando se acercó cautelosamente, como si todavía estuviera cazando y ella fuera una nueva presa. Los ojos infantiles lo observaron de arriba a abajo cuando estuvo lo bastante cerca.

Era un muchacho; un adolescente, apenas un puñado de años mayor que ella. Jamás lo había visto, ni había visto a nadie parecido. Era alto, pero su rostro delataba su juventud; aunque sus ojos dorados, fríos y calculadores, trataran de demostrar lo contrario. Se quedó ligeramente pasmada. Eran como monedas de oro. No sabía que las personas pudieran tener ojos de ese color. Ni tampoco cabello como el suyo, plateado y sedoso, que hondeaba largo hasta su cintura.

Su rictus contraído con suspicacia parecía tan extrañado por verla como ella a él.

¿De dónde había salido? Parecía más un ser sobrenatural que un humano ordinario, no podía pertenecer a su nación.

El pobre ciervo exhaló su último aliento con un débil quejido y el bosque se quedó en silencio.

―¿Quién eres? ―preguntó ella tras un momento―. ¿Qué haces aquí?

Grabado en PiedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora