2. Aires de guerra

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El aire olía diferente. A cenizas. A miedo. Un escalofrío recorrió su espalda. No era la única que sentía el desasosiego en la boca del estómago apresándola sin piedad.

Aunque tampoco esa sensación le era totalmente desconocida; todo lo contrario. Estaba resignadamente acostumbrada a ella, de hecho. Siempre había sido así desde que tenía memoria.

Vivir con miedo no era nada agradable. Uno se habituaba, pero no dejaba de detestarlo. Cada vuelco del corazón era igualmente doloroso, cada súbita subida de adrenalina era igual de estremecedora. Incluso en los escasos momentos de paz ―tan poco comunes como duraderos―, aquella ansiedad la acechaba pacientemente desde el fondo de su mente.

Pero era mejor estar así; siempre alerta y cuidadosa. Era la ley de aquel lugar al que tristemente llamaba hogar.

Tesseimori*. Ese... hogar, más bien, prisión, para todos sus ocupantes salvo unos pocos que compartían las retorcidas visiones de su líder. El terrateniente Saito era un hombre de temer. Temperamento volátil, paciencia casi inexistente y una inestabilidad mental que no podía ser más que un secreto a voces, por temor a las represalias.

Los castigos infligidos a sus detractores o a cualquiera que osara en llevarle la contraria era lo que mantenía a la población en un estado de tenso y amargo orden. Ella, como sirvienta, había escapado de los crueles hombres del terrateniente en varias ocasiones; ya era una experta en el tema. Y no porque hiciera algo malo. No, ni siquiera porque estuviera fuera de línea alguna vez. Simplemente... tenía la desgracia de ser mujer.

Una mujer joven medianamente bonita, que, como muchas, solía atraer atención indeseada. Y a la vista de hombres corrompidos por el poder que su señor les otorgaba; la libertad de hacer lo que les viniera en gana les era concedida siempre y cuando mantuvieran su lealtad donde correspondía.

Rin reacomodó el gastado chal azul sobre sus hombros, una de las pocas posesiones que le había dejado su abuela al morir, y continuó caminando por el árido y gris paraje. El nombre de la nación le quedaba como anillo al dedo. Los árboles grisáceos, como hechos de metal, crecían juntos y altos, opacando con sus copas de pálidas hojas la poca luz del sol que pudiera llegar hasta el seco suelo del bosque.

Era difícil encontrar algo por lo que alegrarse en esas circunstancias. La vida en ese lugar era, como muchos de sus conocidos la describían, una basura. Claro que ellos usaban palabras más fuertes y groseras, pero ella trataba de no repetirlas.

A nadie le gusta una señorita malhablada, le había dicho su abuela hacía años. La mujer había sido estricta, pero gentil y cariñosa. Por alguna razón, creía que Rin debería comportarse como toda una dama, cuidando las apariencias y sus modales.

Roló los ojos con un resoplido, caminando cuidadosamente entre las raíces sobresalientes para no tropezarse. Como si yo fuera una dama. Tengo algunos privilegios que otras no, pero eso no me hace muy diferente a las demás.

Tener el favor del heredero de esa tierra; su protección y su preferencia, no era realmente la gran cosa.

Si él supiera lo que estaba haciendo se enojaría, lo sabía. Al igual que sabía que llegaría el día en el que no podría protegerla más y se vería totalmente desamparada. Había visto demasiadas injusticias como para esperar lo contrario.

Desterró esos tétricos pensamientos de su mente de un manotazo en cuanto escuchó una voz recibiéndola.

―Te dignaste a venir.

Su corazón dio un fuerte latido de emoción.

―Me quitaste las palabras de la boca, Yako ―espetó ella con ironía―. Llevo viniendo aquí desde que vi tu comitiva hace días, creí que me habías olvidado.

Grabado en PiedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora