10. Camino al oeste

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Llevaban dos días en la ruta, deteniéndose sólo para descansos cortos y pasar la noche. Rin había permanecido en la carreta todo ese tiempo, apenas saliendo para lo estrictamente necesario. No se sentía preparada para enfrentar a tantos desconocidos, especialmente cuando era la única mujer en toda la caravana y sus previas experiencias con soldados no la alentaban a intentar confraternizar con ellos.

Hablaba poco con las personas que le llevaban la comida, agua o cualquier cosa que pudiera requerir. Si le preguntaban algo, usaba monosílabos y le costaba mucho mirarlos a la cara.

Se detestaba por sentirse de esa manera; como un conejo atrapado en medio de una jauría de lobos. Se detestaba por no ver las cosas desde otra perspectiva y dar lo mejor de sí para salir adelante. Lo había conseguido, no sin cierta dificultad, durante la guerra. Aguantó el hambre y el terror, encaró sus miedos y mantuvo su mente ocupada. En esa época se esforzó por ser útil. Pero ahora... ahora sólo se sentía fuera de lugar. Perdida y asustada. No quería que nadie la viera así.

Yako, menos que nadie.

No quería que viera cuánto miedo le causaba.

Ella lo evitaba aún más que al resto de los soldados, aunque una parte de sí misma le rogaba que hablara con él, que buscara a su viejo y querido amigo bajo la intimidante fachada del comandante de una gran nación. Antes habían hablado con facilidad; antes simplemente era diferente.

Y esa era la cuestión. Nada era como antes. Ya no eran alumna y maestro; dudaba que siquiera siguieran siendo amigos. Y no debería sentirse así. Traicionada, como si al ocultarle su verdadera identidad se burlara de su ingenuidad. Como si se hubiera aprovechado de ésta para obtener lo que quería. Qué tonta había sido... aceptó que Yako no era su nombre, aceptó que le había estado mintiendo por años como si nada, más impaciente por saber la verdad que por ninguna otra cosa.

Su tío tenía razón. Había sido demasiado imprudente en confiar en un extraño, y ahora... no había vuelta atrás.

Pero... ¿Por qué la quería a ella, si nunca tuvo nada que ofrecer? Si hubiera sido sólo Yako, un soldado ordinario, lo hubiera entendido. Tendría mucha más libertad para hacer lo que quería. Un dirigente no podía simplemente tomar a una chica cualquiera, especialmente a una sirvienta, y salirse con la suya.

¿Verdad?

Formó una rendija en la ventana de la carreta y lo buscó. No le costó distinguirlo entre los demás. Iba lo suficientemente cerca como para estar al pendiente de ella. Rin prefería verlo de lejos, como si de alguna manera la distancia la ayudara a comprenderlo mejor.

Yako giró la cabeza en su dirección al advertir que lo estaba espiando y soltó rápidamente la persiana, recriminándose por una cobardía que no podía evitar. Al hacer esto, también se perdió el ligero fruncimiento de cejas que le dedicó.

Sabía que tenía que enfrentarlo tarde o temprano, pero no encontraba manera de superar sus propias barreras. Se preguntó si todo el viaje sería así, consigo misma aislada y ahogándose en sus preocupaciones. ¿Así sería también el resto de su vida, que tendría que compartir con él?

Se volvió a asomar pasados unos minutos. Él seguía observándola por la esquina del ojo pero esta vez no lo rehuyó. Miles de preguntas se arremolinaban en su interior, y quizás su preocupación se reflejaba en su rostro, pues Yako haló las riendas de su caballo blanco y se acercó a la carreta.

―¿Sucede algo?

El corazón de Rin se hundió mientras negaba con la cabeza gacha. Ya era muy tarde para tapar nuevamente la ventana.

―No, señor.

Mentirosa.

―Acamparemos dentro de poco.

Grabado en PiedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora