17. Grandes Señores

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Habían transcurrido casi dos meses desde su llegada a Montaña Blanca. Rin tragó grueso contemplando su reflejo en el espejo de cuerpo completo frente a ella. Subida en un banquillo, un trío de costureras le hacía arreglos a su sofisticado kimono de bodas.

Era la prenda más hermosa que hubiera visto en su vida. Los bordados hacían patrones en relieve con un delicado hilo plateado que emitían débiles destellos con cada movimiento. Otra costurera le ajustaba el nudo del obi a sus espaldas, conversando con sus compañeras acerca de la cantidad de tela que debían doblar y cortar.

Honestamente, no les prestaba demasiada atención. No podía dejar de verse porque le costaba reconocerse.

Izayoi la miraba de tanto en tanto mientras afinaba detalles con sirvientas y ayudantes, divertida por su aturdimiento. Se preguntó si ella misma había tenido esa expresión cuando se probó su propio atuendo para la boda con Toga. Sintió un nudo en el corazón al pensar en que probablemente se había visto igual a Rin.

Irasue también estaba ahí, pretendiendo no darse cuenta de la absorta mirada de Rin, permitiéndole un respiro de sus extenuantes lecciones de etiqueta. La joven no era muy buena enmascarando sus emociones aunque pusiera todo su empeño en ello, pero lo compensaba con su elocuencia, buena memoria y excelentes modales.

Así que, en vista de que sólo estaban acompañadas por la servidumbre, Irasue le dio un pase. Sólo uno.

Izayoi se acercó a Rin, mostrándole el contenido de la caja que llevaba en los brazos:

―¿Cuál te gustaría usar? ―preguntó suavemente, sacándola de su sopor.

Frente a ella tenía una exquisita selección de adornos para el cabello. Creía que ya tenía suficientes para toda una vida, pero al parecer estaba equivocada. Pese que admitía lo hermosos que eran, nunca se había sentido muy cómoda con demasiados adornos encima.

Paseó la mirada entre las distintas opciones y notó que todos compartían una similitud: todas eran flores. Rosas, lirios, campanillas, glicinias y camelias compuestas de metales preciosos con joyas incrustadas.

―Sería muy difícil escoger...

―Le dije a Sesshomaru que no encargara tantos, porque no es fácil decidirse por uno solo. Poco después de llegar, se ocupó de llamar a los mejores joyeros y costureras, y también seleccionó él mismo la tela del kimono. Tiene buen gusto, ¿cierto? Se lo tomó todo muy en serio para ti.

Su corazón se saltó un latido y bajó un poco la cabeza, esbozando una pequeña sonrisa.

Izayoi y una sirvienta le ayudaron a probarse cada uno, comentándole del tipo de joyas y el significado de las flores que éstas formaban. Se preguntó si Sesshomaru había pedido cada adorno específicamente sabiendo esta información, o le dio libertad creativa a los joyeros.

Tras varios minutos evaluando las posibilidades, tomó el más pequeño y sencillo de todos; un delicado broche de camelias rojas con diamantes amarillos incrustados en el centro y pequeñas flores blancas con diminutos rubíes. Decir que era sencillo estaba de más, pero en comparación a los otros era ciertamente el menos llamativo.

―Yo hubiera escogido las glicinias, ese color es representativo a los Taisho ―señaló Irasue al acercarse. Aquel era el adorno más elaborado y grande de toda la colección.

―Ya tendrá oportunidad de utilizar los demás en otros eventos. Además, el rojo es de buena suerte ―contestó con tranquilidad Izayoi, mientras retiraba el broche de camelias del peinado de Rin y se lo daba para que lo examinara de cerca. Como sólo era la pieza central del tocado y los demás complementos irían aparte, se alegró de escoger el más pequeño. Ahora comprendía por qué Kanade se quejaba de sus propios adornos; sentía que todo se derrumbaría si movía mucho la cabeza.

Grabado en PiedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora