4. Amuleto de buena suerte

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Quedaban dos semanas para que marcharan a la guerra. Dos semanas llenas de planificaciones y rigurosos preparativos. Rin se preguntaba cómo rayos encontraba tiempo Yako para verla cuando todos los combatientes estaban siempre ocupados haciendo algo. Ni siquiera había tenido oportunidad de ver de nuevo al señor Saito y con cada día que pasaba, se preocupaba con la posibilidad de no poder despedirse de él.

Al menos Yako parecía estar ligeramente más disponible.

La siguiente clase se dio cuando la habían planeado, pero... no era una que Rin hubiera imaginado.

La cabeza volvía a dolerle horrores tras haber pasado el día con Kanade, obligándola a asistir a sus lecciones y aguantando sus ensordecedores berrinches. Aún no le había propuesto hacer el amuleto, porque hacer el de Yako fue un proceso más largo del esperado. El tallado fue difícil y el tejido de cordones bastante enredado, así que, lógicamente, el primer intento había sido catastrófico y el segundo, aunque más decente, no era lo suficientemente bueno. Tras su tercer intento, al fin completó uno que la satisfacía.

Si tanto tiempo le había tomado a ella hacer el suyo, ¿cuánto necesitaría para que Kanade preparara el de su padre? Mañana. Mañana haré lo que sea para que empecemos, se prometió en silencio.

Volvió a la realidad cuando Yako se detuvo. Esta vez no habían ido directamente al templo, sino a un terreno aledaño, un reducido claro repleto de hojarasca que crujía bajo sus pies. En el centro del claro iluminado por un par de antorchas ya preparadas, había dos jabalíes muertos.

―¿Qué es esto?

―La lección de hoy será diferente ―dijo él al dejar a un lado su capa. Llevaba las dos espadas y un cuchillo en la cintura.

―¿Entonces sí sabes hacer exorcismos? ―bromeó intentando disipar la rigidez que sentía ante aquella escena tan extraña. No eran animales demasiado grandes, sino poco más que jabatos de unos quince kilos.

―Aprenderás a cortar los puntos clave ―continuó sin prestarle atención a la broma. Rin tragó con dificultad―. Si quieres acabar con alguien rápidamente debes saber dónde y cómo atacar. Con heridas superficiales no asegurarás tu victoria.

―Entiendo ―suspiró. Al menos no tenía que matarlos...

―Recuerda las arterias. No es demasiado diferente con estos animales ―Se acercó al primer jabato y le extendió el cuchillo―. Empieza con la femoral.

Rin aceptó el cuchillo con la mano ligeramente temblorosa, aunque intentaba controlarse con todas sus fuerzas.

―Si esto te perturba, no tendrás posibilidades contra un oponente real.

Ella asintió y apretó el mango. Sabía empuñarlo, pero nunca lo había usado para perforar nada más allá que troncos, sacos de arena o materiales similares de entrenamiento. Y cuando tenía que cocinar... sencillamente no era lo mismo.

Se arrodilló y alzó una breve plegaria hacia ambos cadáveres. Le parecía triste que hubieran tenido que morir para que ella tomara esa lección, pero Yako tenía razón. Necesitaba aprender y estar preparada.

Procedió a explicarle la profundidad que necesitaba y el mejor ángulo para acceder a la arteria. Con sólo clavar el arma no era suficiente, debería asegurarse de hacer una laceración rápida y profunda para acelerar el desangrado. Rin lo consiguió y se hizo hacia atrás ante el montón de sangre que emanó de la herida.

Sin perder tiempo, repitió el corte en el cuello y bajo una pata delantera, además de la manera correcta de insertar el cuchillo en la cuenca del ojo, y hacer un corte profundo en el estómago para dañar tantos órganos como fuera posible, mientras Yako le explicaba la posición de cada uno y a cuál debía apuntar para que el daño fuera irreparable. Era una escena inquietante, así que se forzaba a no pensar demasiado en lo que hacía.

Grabado en PiedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora