03

99 8 1
                                    

Procuré que mis padres se hayan dormido para poder ir a hurgar entre sus cosas como una ladrona profesional. Y no, no robaría nada material, o bueno, tal vez si, ¡pero era por una buena causa! Además, luego lo regresaría a su lugar.

A mis ocho años, mis padres y yo nos mudarnos a Los Ángeles, lugar donde ellos crecieron. Entre todos los motivos para hacerlo, uno de ellos era que mi madre y su mejor amiga, mi tía Annie, no toleraban vivir separadas por tantos kilómetros de distancia.

A mi me agradaba vivir en Los Ángeles, puesto que me sentía más cómoda y sabía que mis abuelos maternos vivían allí. Jamás tuve la oportunidad de conocerlos (solo a Rachael, mi abuela. Fue en pocas ocasiones, cuando era más pequeña) y moría por hacerlo.

Para mi, la familia era lo más importante. No en todos los casos es así, pero considero que una familia es de los mejores regalos que la vida puede darte. Tener un tío genial, que te ayude con esos problemas que tus padres no pueden saber y te mimen como a una reina (en este caso, mi tío Logan. Hermano de papá), o una abuela que cocine como los mismos dioses y te entregue dinero a escondidas de todos (mi abuela, también de parte de mi padre). El amor que la familia te puede dar no se compara a ningún otro. Por más desgracias, peleas o malos momentos, ellos son los que estarán cuando nadie esté, para apoyarnos y ayudarnos a levantar.

Sin más, desconecté el celular de mamá y corrí fuera de su habitación para entrar a la mía. Una vez allí, busqué entre sus contactos el nombre de la abuela. Lo reenvié a mi número telefónico y borré las evidencias antes de devolverlo.

Siendo torturada por los ruidosos ronquidos de papá entre cada paso que daba hasta escapar de allí, logré encerrarme nuevamente en mi cuarto y sonreí con orgullo. Alguien debía solucionar los problemas internos en la familia, y ese alguien iba a ser yo.

La cuestión aquí era que mi madre y sus padres se odiaban, o eso es lo que yo suponía. Como ya dije, mi madre me ha concebido cuando era joven. La abuela jamás ha estado de acuerdo con eso, y aunque yo haya sido el fruto de aquello, en cierto punto tiene razón. Yo ni loca podría soportar un embarazo a esta edad, y mucho menos cuidar al niño.

Ese conflicto ocasionó que se alejen por completo, afectándome a mi también al no poder disfrutar de la compañía de mis abuelos. Después de todo, somos familia. Y como dijo Stich, la familia no se abandona... Okey, tanto Disney comenzaba a afecarme.

En mi celular, agendé a la abuela y formulé un mensaje de texto.

"Hola, abuelos. Tal vez no me recuerden, o tal vez si. Soy Jane, su nieta. Aunque ustedes no sepan mucho de mi ni yo de ustedes, los quiero mucho y me gustaría pasar tiempo con ustedes. Si están dispuestos, tal vez podamos organizar una cena o algo por el estilo"

Tan simple y conciso como eso. Respiré profundo y, sacando el lado impulsivo que heredé de papá, presioné la tecla enviar. El daño ya estaba hecho.

Chillé del nerviosismo y arrojé mi celular a la cama para calmar mis nervios. Por algún extraño motivo, eso lograba reconfortarme. Suspiré y me recosté, lista para dormir con el cargo de conciencia de que mis padres me matarían en cuanto se enterasen (mamá un poco más que papá).

Al día siguiente, asistí al instituto un poco más torpe de lo normal. No había logrado pegar un ojo en toda la noche, no después de haber enviado aquel mensaje. Pensé en las mil formas que podrían planificar mis padres para matarme mientras yo esperaba una respuesta.

Mi cabeza se tambaleó hacia adelante y abrí los ojos del susto. Estaba quedándome dormida en clase del profesor Hickens.

—Ojos bonitos —Patrick llamó mi atención. Bostezando, volteé a verlo— Puedes apoyarte en mi hombro si quieres.

Sonreí en respuesta y no tardé en aceptar la invitación. Estaba acostumbrada a utilizar a Patrick de almohada cada vez que asistía al instituto sin descansar adecuadamente.

A los pocos minutos, desperté por su brazo sacudiéndose. Abrí los ojos lentamente, sintiéndolos pesados. Al recomponer mi postura, observé al profesor Hickens que negaba con la cabeza frustrado.

—Señorita Harrison —pronunció— Supongo que no estaba soñando con historia.

—No —contesté, algo atontada y con la voz ronca— ¡pero si soñé con usted! Estaba en un bar e iba a pedir un... agua a la barra. Cuando me acerqué, usted era el que atendía, pero tenía una puesto un traje de Spiderman y saltaba a la mesa y... y... —me quedé callada. Los nervios me habían jugado una mala pasada, haciendo que escupa palabra tras palabra. Algunos en la clase rieron— Lo siento.

—A la oficina del director.

Bufé y tomé mis cosas antes de irme. Era un desagradecido por ni siquiera importarle que haya soñado con el. ¡Mi yo nerviosa y somnolienta solo quería explicárselo!

El director me impuso un castigo. Limpiar el salón de matemática el viernes. ¡Era injustísimo! Solo me quedé dormida, no cometí un crimen ni nada grave... ¡Ese profesor me detestaba!

Aprovechando mi libertad, pasé por al lado de las puertas de los salones sonriendo ladeadamente. Mientras los demás estudiantes se mataban estudiando e intentando prestar atención a los profesores, yo me encontraba paseando y desfilando por los pasillos.

Al salir de la escuela, papá pasó por mi con el auto y me llevó hacia una calle donde no habían muchos autos ni tampoco gente.

Sonreí para mis adentros. Era lindo pensar que por fin mis padres asimilaron que su hija ya había crecido y tenía la edad suficiente para que puedan confiarle el auto y enseñarle a conducir. Ya tenía diecisiete años, había madurado y era capaz de lidiar con un auto... No podía ser tan difícil.

—Okey, vas bien. Ahora quiero que sueltes el embrague lentamente y aceleres —guió papá e hice caso—

El auto se apagó.

—¡Espera! —exclamé y lo volví a encender—

El coche comenzó a moverse con lentitud. A medida que andaba, fui perdiendo el miedo y lo reemplacé por confianza en mi misma. Aceleré tan solo un poco más, lo suficiente como para frenar si algo ocurría.

Y eso es lo que pasó.

Abrí los ojos de par en par y frené de golpe al no haber notado a un chico cruzando la calle. Mi padre y yo nos balanceamos hacia adelante por el repentino movimiento del freno, el cinturón nos detuvo. Por suerte para él (y para mi), nada le había ocurrido. Llegué a frenar en el momento justo, sin asesinar a ningún peatón.

Con un padre shockeado y de ojos bien abiertos, decidí bajar del coche para disculparme con el chico que casi atropello.

Pero al estar cara a cara, me llevé la sorpresa de mi vida.

—Harrison, si planeas matarme solo dilo —musitó—

Era Alex, el mismo chico que golpeé con la pelota en educación física.

Era Alex, el mismo chico que golpeé con la pelota en educación física

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
La melodía perfectaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora