Capítulo 6

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Un sonido de pitido precedió a la apertura de las puertas del ascensor. Cuando ambas compuertas se abrieron lo suficiente para que ella pudiese caber por el hueco, Euryale comenzó de nuevo a caminar a paso relajado y salió de su interior. Aunque caminaba sobre una elegante alfombra roja que se extendía frente a ella a lo largo de casi quinientos metros, la terminación ósea de sus piernas seguía emitiendo un característico sonido metálico al tintinear contra las placas de oricalco que había bajo la alfombra, sin que aquella mullida superficie lograse amortiguar sus pasos por completo. Aquella supersoldado de Clase Arpía mantenía la mirada fija en un gran portapapeles que sostenía con cierta dificultad en su mano izquierda, mientras utilizaba a duras penas un bolígrafo hecho a medida para subrayar algunas palabras clave del documento que estaba leyendo. Aquellas masivas garras óseas de sus manos, de unos sesenta centímetros de longitud, eran muy útiles para partir a un hombre en dos o atravesar una plancha de oricalco, pero resultaban terribles a la hora de realizar trabajo de oficina.

Mientras seguía caminando, repasando mentalmente lo que tenía que decirle al Comandante en Jefe y subrayando más detalles de su informe que no quería olvidar mencionar, Euryale acabó ejerciendo más presión de lo debido sobre aquel bolígrafo que sostenía con dificultad, haciendo que finalmente se escurriese entre sus dedos y acabase cayendo sobre la alfombra. El calmado rostro grisáceo de la Arpía se mantuvo tan sereno e imperturbable como siempre, pero Euryale cerró los orbes completamente rojos que tenía por ojos durante unos segundos mientras suspiraba con cierto pesar. Llevaba veintidós años haciendo aquel trabajo administrativo; más del cuádruple de los que había pasado sirviendo en el ejército de Phobos. Si iba a pasar sus días entre informes y papeleo, bien podría haber prescindido de aquellas garras y haber conservado sus manos humanas. Sim embargo, a pesar de lo mucho que pudieran estorbarle en su nuevo trabajo aquellas cuchillas óseas de sus manos, Euryale había descartado la posibilidad de someterse a un proceso quirúrgico para extirparlas. Aquellas zarpas eran las que la habían llevado hasta donde se encontraba, y la Arpía no había dejado de pensar ningún día de su vida en las circunstancias de su propio ascenso. Las probabilidades de que ella o el Comandante en Jefe fuesen atacados en aquella masiva torre de oricalco eran bajas, pero nunca eran cero. La confianza era uno de los pocos lujos que los oficiales de alto rango de Phobos nunca podían permitirse.

Tras agacharse para recoger de la alfombra aquel bolígrafo, Euryale notó cómo sus largos y ondulados cabellos pelirrojos se venían hacia delante y se despeinaban ligeramente. Manteniendo la calma, Euryale fijó el bolígrafo al portapapeles y finalmente apartó aquel informe de sus pensamientos. La Arpía miró momentáneamente a su derecha, donde una enorme vitrina de cristal llamó su atención. Aquel expositor contenía una fila de doce percheros, de los cuales colgaban doce uniformes de oficiales pertenecientes a naciones y ejércitos que Euryale no reconocía; todas ellas extintas mucho antes de que ella naciera, cuarenta y cinco años atrás. Frente a cada uno de aquellos uniformes de la vitrina se encontraba un atril que exhibía un documento donde se oficializaba la rendición de cada uno de aquellos líderes militares. Sin darle demasiada importancia a aquellos viejos trofeos de guerra de aquel expositor, Euryale se acercó ligeramente más a él y utilizó su traslúcido reflejo en aquel cristal como referencia para arreglarse cuidadosamente el pelo, evitando rasguñarse con sus propias garras.

En aquel momento, Euryale se encontraba a cinco kilómetros de altura, en el último piso de una fría e imponente torre de oricalco que actuaba como sede central del gobierno de Phobos. Aquel edificio, en forma de un impecable y oscuro prisma rectangular de un kilómetro cuadrado de base, era conocido como la Torre del Terror. Aquel, por supuesto, no era su nombre oficial, pero cada vez iban quedando menos miembros de la organización que se refiriesen a ella como el Núcleo. Ni al Comandante Black ni a la Junta de Directivos parecía importarles lo más mínimo el uso de aquel coloquialismo, y sencillamente lo dejaban estar o incluso lo utilizaban en alguna ocasión. De todas formas, las relaciones públicas nunca habían sido el punto fuerte ni de Phobos ni de ninguna de las megacorporaciones que formaban aquella alianza. Si hubiera sido así, el Comandante en Jefe no habría convertido el último piso de aquella descomunal estructura en aquel peculiar museo.

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