La rubia se pasó una mano por el cabello mientras escuchaba a sus padres discutir. El tema de conversación últimamente era el mismo y ya estaba cansada de escuchar una y otra vez las mismas palabras, los mismos gritos, las mismas peleas... Simplemente lo mismo.
—Olympia —la llamó su padre—. ¿Nos estás escuchando?
—Me gustaría no hacerlo, pero para mi mala suerte os estáis gritando a tan solo metros, así que si, estoy escuchando.
—¿Qué maneras son esas de responderle a tu padre? Olympia, nosotros no te enseñamos esos modales —fue rápida en replicar su madre.
Se contuvo de poner los ojos en blanco, porque eso tampoco se lo habían enseñado ellos y no le apetecía seguir escuchando réplicas de su parte. En su lugar, miró fijamente a su padre, retándolo con la mirada, él no pareció intimidarse porque le sostuvo esta durante un largo rato.
—María Olympía de Grecia, ¿estás tratando de desafiarme, tesoro? —cuestionó este, alzando una ceja sin inmutarse.
—Por supuesto que no, don Pablo de Grecia y Dinamarca —siseó, apoyando ambas de sus manos en la mesa—. Solo digo que hagáis lo que hagáis y toméis la decisión que toméis, eso no quiere decir que yo vaya a aceptarla. Estáis siendo unos egoístas.
—Eres la primogénita, tienes responsabilidades.
—¿Sabes que más tengo? ¡Veinticinco años! Por el amor de Dios, dejadme ser libre, no quiero casarme, al menos no todavía. Me gusta mi estilo de vida y lo que hago, no es momento para que me consigáis marido... Además, ¡de que me consigáis marido! Es de locos, se supone que yo tengo que elegir a la persona con la que pasaré el resto de mis días.
—Tienes muy mal gusto en los hombres, cuando te enamoras lo haces de quien menos debes. Por eso tenemos nosotros que elegir, ¿no ves que si lo decides tú estarás arruinando tu vida?
Ella lo miró con completa indignación. Era cierto que su gusto en los hombres era pésimo, solían atraerle puros chicos malos, estaba en esa edad donde lo peligroso le atraía. Hombres con mala fama. Hombres con un pasado oscuro. Hombres que dieran mucho de que hablar. Todo lo que en su familia estaba tachado, eso era lo que le gustaba. Era su único defecto, por lo demás bien profesa tratarse de una princesa ideal.
—Olympia, déjate guiar por nosotros, ya sabes cómo funciona esto.
—Llevo toda la vida guiándome por vosotros, no puedo dejar que me guiéis también en esto —expresó, levantándose de su asiento, sus manos alisaron las invisibles arrugas de su vestido y luego subieron para echar su cabello hacia atrás—. Esto no está en vuestras manos, no pienso discutirlo.
Caminó, dejando que sus tacones resonaran con cada paso que daba, el ruido de estos la incitó a pisar todavía con más fuerza. Abrió las puertas de par en par y no se sorprendió al ver allí a sus dos hermanos menores queriendo escuchar la conversación, le regalaron una apenada sonrisa que pasó por alto, quería a ese par más que a su vida y no le importaba lo más mínimo que ellos escucharan aquella conversación, quizá así dejaban de idealizar tanto a sus padres.
Todos decían que ser princesa era lo mejor. Cuando somos pequeñas estamos acostumbradas a ver películas o a qué nos cuenten historias sobre ellas, sin embargo, cuanto más crecemos más queremos alejarnos de esa idea. Porque a las princesas le pesan más las cadenas que la corona, y a nadie le gustaban las limitaciones.
Olympia estaba tan acostumbrada a ser perfecta, que ya casi todo le salía de manera involuntaria. Pero ojo, seguía teniendo voluntad. Era una mujer de carácter fuerte y dominante, que buscara hacer lo correcto no significaba que se dejara llevar por cualquiera pequeña cosa.
—Su alteza, ¿puedo ayudarla en algo? —le preguntó uno de sus guardaespaldas en cuanto salió del palacio.
No habían hablado antes, no llevaba allí demasiado tiempo, quizá dos semanas como mucho. Su abuelo, el rey, había renovado la plantilla.
Y vaya que la había renovado.
El chico medía cerca de un metro noventa, su pelo corto dejaba que se notaran más sus marcadas facciones. Además, tal y como vestía, todo en él se apreciaba mejor. Sus ojos siguieron cada uno de sus movimientos, casi analizándola, por lo que se mantuvo quieta.
—Soy Zabdiel, señorita, estoy a su disposición.
—Eso es todo lo que necesitaba saber, Zabdiel —admitió, soltando un suspiro—. Sácame de aquí, da igual a donde me lleves, pero sácame de aquí... Necesito aire.
No hizo preguntas, sabía muy bien cómo era esa sensación de asfixio, él acababa de salir de una cárcel, quizá era momento de sacar a alguien más de la suya.
—Ven conmigo —señaló con la mirada el coche que esperaba a tan sólo unos metros de allí. Era más que una invitación, era una propuesta que Olympia está dispuesta a aceptar. Así que caminó tras él, mirándolo con detenimiento en cada paso que daba.
El tipo caminaba con firmeza, pero había algo en él que lo delataba. No era como los demás, era más bien como eses que le gustaban a Olympia... Y a Olympia no le gustaban los chicos buenos. ¿Que hacía entonces un hombre como él trabajando para su familia?
Ese era un misterio que la rubia quería resolver, pero tenía la mente para todo menos para chicos, suficiente tenía con el que sus padres querían meter en el palacio.
ESTÁS LEYENDO
Una princesa ideal
RomanceOlympia era una hija ideal. Una hermana ideal. Una princesa ideal. Al menos hasta que se cansó de serlo.