Capítulo 12

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La toma de la barbilla y hace que lo mire a los ojos, sus pupilas estaban dilatadas, nunca le había visto la mirada tan oscura como hasta el momento. Eso fue tan pero que tan excitante que un gemido se le escapó de los labios de solo pensar lo que sería mirarse a los ojos mientras sus cuerpos hacían maravillas.

—¿Quieres que te folle, Olly? —susurra, acercando su rostro para pasarle la lengua por el labio inferior. Algo que la rubia estaba empezando a amar con todas sus fuerzas.

El deseo crecía en su interior cada vez más y más, incontrolable.

—Respóndeme, princesita...

Pero no podía. Estaba ardiendo. Su garganta incluida.

Está convencida de que no puede hablar, así que se limita a asentir con la cabeza para darle su consentimiento a lo que se suponga que venía después. Él sonríe socarrón y le da la vuelta entre sus brazos, dejándola apoyada contra la puerta, después le separa las piernas haciéndole saber que no pretendía ser suave ni delicado.

Una mano le acaricia el pelo, todavía mojado por el mar, mientras que la otra desciende en forma de caricia por su espalda desnuda hasta alcanzar sus nalgas.

—¿Usas algún tipo de método anticonceptivo, Olly? —cuestionó en su oído—. No tengo condones, es un hecho, pero estamos en un jodido hotel y dudo que tarde mucho en conseguirlos.

—No los necesitamos —consiguió decir, con la voz ahogada—. Tomo la píldora.

"Y estoy limpia" quiso agregar, porque era precavida y nunca tenía sexo si no era con profiláctico. Siendo de la realeza no se podía tomar un embarazo como una broma, pues en un futuro (quizá no muy lejano) le podría traer serios problemas.

Pero tampoco es que ella quisiera ser madre y la idea que tenía nadie se la iba a quitar de la cabeza.

—¿Segura? —volvió a susurrar, haciéndole temblar las piernas.

Asintió una vez más, agradeciendo que quisiera asegurarse para que no tomara una decisión debido a la lujuria.

Y sin decir nada más, la penetra de una fuerte embestida. Él ahoga un gemido en su cuello que la hace flojear. Si antes la ponía mal ahora la estaba poniendo peor. Lo notó de inmediato porque le rodeó el cuerpo con un brazo mientras que el otro lo apoyaba también en la puerta.

Ella también gime, pero de manera desvergonzada. Le daría vergüenza no hacerlo. Tenía a un hombre que estaba como quería y que además follaba de maravilla, ya le jodería no hacerle saber cuanto le gustaba lo que estaba haciendo.

—Más, por favor —se escuchó a sí misma suplicando.

Lo motivan cada uno de sus pequeños jadeos, embiste con fuerza, sintiendo como se abre ante él, disfrutando del calor que le envuelve la polla cada vez que entra en ella. Una y otra vez.

—Eso es —gimotea satisfecha, alto, queriendo que sus gemidos se queden clavados en su mente. Y vaya que lo consigue.

Lo volvían loco. Desliza sus dedos, paseándolos por su monte de venus para después acariciar sus labios con toda la calma del mundo, finalmente busca su clítoris, queriendo llevarla al clímax más intenso que alguna vez haya tenido.

Olympia cierra los ojos con fuerza, arqueándose y queriendo decirle que era suya, que estaba a su disposición y que le dejaba hacer con su cuerpo lo que le diera la real gana. Porque le gustaba. Porque todo en ella estaba ardiendo. Sus embestidas eran bruscas, profundas, fuertes; sus dedos se movían a un buen ritmo, acariciándola de una manera delirante. Todo en él estaba tan bien que no dudó ni un segundo: era su amante perfecto. Si así era su primer polvo no querría imaginarse como sería cuando ya llevaran unos cuantos y no estuvieran conociéndose.

Se pone de puntillas y se muerde el labio, acallando la sarta de maldiciones que siempre decía en cuanto alcanzaba el orgasmo. Explota. Le tiembla el cuerpo entero y es él quien hace que no se derrumbe. Embiste dos o tres veces más, no parece tener su atención en las embestidas, y se corre soltando un gemido de placer que inunda la habitación.

Estaba agotada pero satisfecha. Podía saber que Zabdiel también porque lo sintió apoyarse en su espalda al tiempo que soltaba uno de esos suspiros que lo decían absolutamente todo.

—¿Me aceptas una ducha? —preguntó ella al darse la vuelta.

—Ahora mismo creo que hasta te acepto matrimonio si me lo pides —murmuró burlón, dejando un corto beso en sus labios para después tomarla de la mano y llevarla hasta el cuarto de baño.

Aunque eso hizo que el corazón de Olympia se saltase unos cuantos latidos.

No podía decir semejantes cosas y después quedarse tan tranquilo como si nada. Si, había sido una broma, pero las bromas después del sexo nunca hacían gracia, ya debería de saberlo.

Se dieron una ducha normal y corriente, como si no acabaran de follar contra la puerta de su habitación sin tener piedad de ella. Incluso se lavaron el cabello mutuamente y se ofrecieron las toallas el uno al otro en cuanto terminaron de ducharse. Él se quedó en su habitación para vestirse, pero ella tuvo que irse a la suya, dejando la magia esparciéndose por la habitación del hotel como si nada.

Solo había sido sexo. Sexo casual. Un rollo. Un polvo de una tarde que no se repetiría de no ser en el mismo contexto. Nada serio.

No había de que preocuparse ni porque darle tantas vueltas. Sin embargo, ambos se habían quedado con una sonrisa de satisfacción en los labios que sería difícil de borrar.

Grecia tenía su magia pero los griegos tenían los trucos.

Tanto Olympia como Zabdiel sabían eso y lo ponían en práctica. Probablemente no encontraran a nadie mejor para compartir cama, al menos en esas vacaciones-no tan vacaciones- que se estaban tomando en otra isla. Quizá no duraría mucho, quizá todo resultaba ser efímero, pero mientras durase había que aprovecharlo y a eso sí que estaban más que dispuestos.

Aprovechar iban a aprovechar.

Una princesa idealDonde viven las historias. Descúbrelo ahora