Capítulo 3

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Durante el día hacía calor, pero al caer la noche el viento se hacía notar y las temperaturas bajaban en picado. Olympia estaba acostumbrada, aunque no pasara demasiadas noches fuera, pues las pocas veces que salía a tales horas era única y exclusivamente cuando había fiestas a las que quería asistir. No solo las fiestas reales, también a las que iba con sus amigas con el único fin de divertirse.

Se deshizo de sus tacones para después sentarse sobre una de las grandes rocas que tenía cerca, flexionó sus rodillas y pasó sus brazos sobre sus piernas, abrazándolas. Acto seguido apoyó su mejilla en sus rodillas y soltó un suspiro que llamó la atención de su guardaespaldas.

Era tarde. Se habían pasado la gran mayoría del día allí, entre pequeñas pláticas y grandes silencios. No sería él quien insistiera en volver a casa, tenía que dejarle su espacio. Ambos sabían que eso no duraría toda la vida y que en algún momento tendrían que irse, pues pasar la noche fuera no era la mejor opción.

Se quitó la chaqueta de su traje para dejarla sobre los hombros de la rubia, ella alzó la mirada dispuesta a agradecerle pero él fue rápido en alzar su mano y hacer un gesto para indicarle que no era necesario.

—Lo último que queremos es que te resfríes —dijo, sentándose a su lado y mirando en dirección a la playa—. Las noches aquí son hermosas.

—¿Eres griego?

—Mis padres lo son, así que eso me convierte también en un ciudadano griego al igual que ellos —le hizo saber—. Aunque debo de admitir que mi tiempo aquí ha sido más bien poco.

—Estudiaste fuera —no era una pregunta sino una afirmación, muchos solían hacerlo, pero no cualquiera se podía permitir ese lujo. Si sus padres tenían el suficiente poder económico para enviarlo a estudiar fuera, ¿por qué entonces terminaba trabajando de guardaespaldas y no se daba el lujo de trabajar de algo mejor? No es que se pagara poco, pero tenía muchas desventajas que si podías elegir no lo harías—. Yo también, en Nueva York... Aunque parece que no te sorprende.

—Ya lo sé, señorita, apareció en todos los titulares, lo raro sería sorprenderme —admitió, volviendo su mirada a ella para regalarle una sonrisa.

Era cierto. Olympia se había tomado un año sabático antes de entrar en la universidad, fue becada por Dior y posó junto a su madre, aunque lo de ser alta, rubia y heredera de un gran imperio le sirvió para muchas otras portadas. Ser modelo fue un capricho que se seguía dando de vez en cuando.

Pese a ser princesa, distaba mucho de las tradicionales que se leían en los cuentos. Es una royal del siglo XXI en toda regla.

—No quiero ser una mantenida y vivir de ser princesa —admitió, deshaciendo su postura por una más cómoda—. Quise formarme en moda, al igual que mi madre, y gracias a ello a día de hoy soy embajadora de marcas de lujo.

Dior, Valentino, Dolce & Gabbana, Louis Vuitton o Michael Kors eran algunas de ellas, para las que también había desfilado en alguna que otra ocasión, haciendo míticos cada uno de sus desfiles.

—Eres una princesa muy normal —señaló él.

—No sé si normal, no sé si quiera si princesa.

—De princesa tienes poco, es cierto, pero perteneces a la realeza y aunque todo cuanto hagas esté desligado de ella, seguirás llevando ese título.

Era algo que ya había pensado en varias ocasiones, pero sonaba diferente en boca de otro. Estuvo casi agradecida de escucharlo,por fin alguien hablaba con esa sinceridad que tanto le apetecía escuchar y no con la falsa humildad que tantos tenían.

—¿Y tú?

—Yo de princesa tengo menos —respondió con cierto tono divertido que le hizo reír—. Me gusta más servir a las princesas.

—¿Servirles de qué manera?

—De la que necesiten, por supuesto —susurró.

Se miraron durante segundos que parecieron eternos. Se muerde el labio inferior sin saber qué decir mientras se acerca más a su lado, mirando inquisitivamente y también... de forma expectante. Se le acelera el corazón. Siente que algo está pasando.

Le coge los dedos con una cálida mano y le levanta el brazo, observando cómo encajan sus dedos. Una sonrisita tonta se le dibuja en los labios con esa simple acción.

—¿Cómo quieres que te sirva a ti, Olympia?

—Para empezar, ¿por qué habría de querer que tú me sirvieras, Zabdiel? —inquirió, levantando una de sus perfectas cejas solo para llevarle la contraria.

Se levantó, rompiendo todo contacto que habían establecido antes, y se sacudió el vestido por el temor de habérselo manchado. Él no miró su acción por respeto, se limitó también a levantarse y a recoger del suelo los tacones que ella se había quitado anteriormente para ir más cómoda.

—Dame eso, no puedo andar descalza.

—Que conste que nadie dijo que tuvieras que andar —señaló, ella lo miró desentendida pero al ver sus intenciones fue rápida en negar con la cabeza. En otra ocasión se habría reído pero a él sí que lo veía capaz de cargarla en brazos.

Zabdiel, experto en desobedecer órdenes, se inclinó para pasar uno de sus brazos por su espalda mientras que el otro iba por detrás de sus rodillas, no le fue muy difícil levantarla del suelo. Era alta, no tanto como él, pero más que la mayoría de mujeres que él había visto a lo largo de su vida.

—Gracias por todo lo de hoy, quizá para ti sea insignificante o más bien pesado y aburrido, pero para mi ha sido más de lo que podría contarte —admitió y se inclinó para dejar un beso en su mandíbula. Él mueve la cabeza, así que termina besándole la comisura de la boca.

Sorprendida, aparta su rostro de inmediato.

Le brillaban los ojos como si aceptara el agradecimiento, pero no dice nada, le deja el beneficio de la duda.

La lleva hasta su coche y le deja entrar, haciéndole saber que la realidad tenía que volver tarde o temprano... Y la suya estaba a tan solo minutos.

Una princesa idealDonde viven las historias. Descúbrelo ahora