10. Disgusto

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—Eres el hombre más desvergonzado que haya conocido alguna vez. Debería darte vergüenza decir abiertamente que trabajas en un burdel, enseñando tus partes íntimas, que por algo se les dice íntimas; es algo nuestro, que debemos mantener protegido debajo de la ropa. 

—¡Ay, por Dios, qué pensamientos tan retrógrados! ¿En qué mundo has vivido? La diferencia de edad es muy notoria. Espera un momento, ¿podría ser que nunca le hayas mostrado tu cuerpo a alguien más? Entre hombres eso es de lo más normal. 

—Eso no te incumbe. 

Es una pregunta muy personal, pero realmente no lo pensé antes de preguntarle. Me dejé llevar por la conversación. La verdad es que ahora siento curiosidad. ¿Qué habrá debajo de esa ropa para que lo oculte tanto?

Si debo dejarme llevar por su reacción, es muy probable que no lo haya hecho. Ahora bien, que vida tan deprimente ha debido tener. Un hombre de cuarenta y cinco años virgen, es una joya que no se encuentra por doquier. 

—Ahora bien, ese lugar en que trabajas, está infestado de gente, de bacterias y gérmenes. 

—¿Cómo lo sabes? ¿Has estado en uno alguna vez?

—Dios me libre. Yo no visito esos lugares. 

—No sabes de lo que te pierdes. ¿Qué sueles hacer en tu tiempo libre? No me digas que desinfectar cada superficie o prenda que usas. 

—¿Eso qué tiene que ver contigo? 

—No tienes que ser tan evasivo. Solo es una pregunta. ¿No sueles divertirte? No sé, salir con amigos, hacer algo que te guste o te apasione. 

—Tengo suficiente con las salidas que hago durante el día. 

—Entonces eres como las doñitas, te recoges a dormir temprano. 

—Te noto muy curioso. ¿Por qué te interesa tanto saber sobre mi vida? 

—Fuiste tú quien comenzó con las preguntas, solo estoy buscando la manera de que la conversación siga fluyendo y no se quede estancada, pues se nota que tienes de sociable, lo mismo que yo tengo de santo. Además, ahora que estaremos trabajando juntos, debe existir más confianza entre los dos. 

—No le veo razón alguna, esto es solo una perdida de tiempo. De igual manera vas a abandonar el puesto en cualquier momento, por lo que no hay necesidad de ser tan hipócrita. 

—Uy, hoy amanecimos agresivos y directos. Me gusta esa actitud, sobre todo la libertad que tengo de expresión y de batear cada uno de tus insultos disfrazados de ironías. 

Busqué en mi billetera la tarjeta de presentación con la dirección del bar en que trabajo. 

—Como te noté intrigado con mi trabajo, aquí te dejo mi tarjeta con la dirección. Está muy sucia, por eso la dejaré aquí en el borde de tu escritorio para que la desinfectes o simplemente te memorices la ubicación. 

—Llévate eso. 

—No tienes que disimular. Si en algún momento quieres desestresarte un poco y dejar de ser una doñita, puedes ir a verme, te aseguro que vale la pena “infectarse” de vez en cuando. Iré a mi rinconcito. 

Salí de su oficina, cuestionándome a mí mismo la razón por la que lo invité. Sé que es una pérdida de tiempo. Las personas con este tipo de condición, no visitan ese tipo de lugares. De hecho, evitan a toda costa el contacto con el exterior. Supongo que las psicoterapias le han estado funcionando. Steven dijo que ha mejorado mucho, pero aún hay cosas que le cuesta hacer. 

Debe ser difícil batallar con uno mismo constantemente, con esos pensamientos y miedos tan agobiantes día y noche, sobre todo, el no tener control sobre ello. 

—¿Qué haces aquí? ¿No dijiste que habías renunciado?

Me topé con Mariana en pleno pasillo. No pensé que la encontraría aquí. 

—Han pasado algunas cosas y… 

—¿Está en su oficina?

—Sí. 

—Bien— se detuvo frente a la puerta de su oficina. 

—Te sugiero que no invadas su espacio, Mariana. 

No respondió absolutamente nada, simplemente entró sin siquiera tocar. Se veía apresurada, conociéndola, probablemente la cague peor de lo que ya lo ha hecho. Cuando se le mete algo en la cabeza, no hay ser humano en la tierra que sea capaz de quitárselo. 

No debía intervenir en sus asuntos, pero estaba inquieto en lo que podría estar pasando detrás de esa puerta. Como asistente he fracasado, porque se suponía que no podía dejar pasar a nadie a su oficina. 

—Sal de mi oficina, Mariana — su voz se oía rara, no sabía descifrar si era enojo o miedo. 

—Ya entendí que todo lo que haces es en contra de tu propia voluntad, que es parte de tu condición. Yo te ayudaré en la recuperación. Esperaré a que te sientas a gusto y cómodo conmigo. Estoy dispuesta a apoyarte. Solo quiero que salvemos nuestra relación. No quiero que nos divorciemos. 

—¡No te acerques! ¡No te atrevas a tocarme! 

Escuchando lo alterado que se puso, más lo agitado que se oía, invadí la oficina sin dudarlo. Hace unos instantes estuve aquí y no se veía en la misma condición que ahora. Su rostro estaba rojo y sudoroso, temblaba como si tuviera frío y no le quitaba la mirada de encima a ella. 

Parecía un niño cuando le buscan conflictos y se escudan detrás de sus padres. En ese instante, me había convertido en su escudo, pues se fue detrás de mí, como si le tuviera pavor, como si estuviera viendo al mismísimo diablo en persona. 

—Sácala de aquí, por favor— dijo agitado, desajustando su corbata. 

—¿Te das cuenta? Acabas de conocerlo, pero prefieres irte de su lado que enfrentar las cosas como hombre. Si Steven estuviese aquí, harías exactamente lo mismo. ¿Por qué a mí me tratas como basura, mientras a ellos los tratas diferente? ¿Es que acaso te gustan los hombres y por eso me desprecias tanto? 

—Deja de ser tan intensa, Mariana. No hagas las cosas más difíciles. Márchate, por favor — le pedí aún de buena manera.

—Y tú… — me miró sorprendida—. ¿De qué lado estás? ¿Por qué me hablas así?

—Por favor, vete… 

—No me iré hasta recibir una respuesta de él. 

—¡Maldita sea! ¿Quieres matarlo o qué? —exploté—. ¡¿No te das cuenta de que tu presencia le disgusta?!

Si No Puedo Tocarte [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora