Capítulo 4

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16 de julio de 2022, Sant Carles de la Ràpita, Tarragona



—¡Mamá, mírame! ¡Mírame! ¡Voy al agua! ¡Voy al agua, mamá!

—En la orilla donde yo pueda verte, señorita.

—¡Pero mamá...!

—¡En la orilla he dicho!

Bea me enseñó la lengua en señal de protesta antes de descender la pequeña colina de arena dorada que conectaba con la orilla. A aquellas horas de la mañana la playa estaba totalmente llena, con decenas de niños instalados junto al agua jugando con palas y cubos. En aquella zona el agua apenas cubría unos centímetros a lo largo de los primeros cincuenta metros, por lo que la mayoría de los padres se sentían bastante cómodos. A pesar de ello, ninguno perdía de vista a su pequeño. Por muy tranquila que pareciese la marea, era mejor mantener la guardia alta.

—¿También les das órdenes a tus clientes perrunos? Los debes tener bien firmes —comentó mi madre desde la silla de playa desde donde vigilaba a Bea y su bañador de topos rojos y negros. Aquella mañana se había plantado un sombrero de paja y unas gafas de sol tan grandes que costaba identificarla incluso—. A veces me recuerdas mucho a tu padre.

—A alguien tendré que parecerme —respondí, dedicándole una somo de sonrisa.

El sol picaba con especial fuerza y no me sentía cómoda en bañador. De hecho, hacía mucho tiempo que no iba a la playa, pero tanto mi madre como la niña habían insistido y no había tenido más remedio que aceptar. Después de dos semanas sin ver a Bea, me moría de ganas de estar con ella.

—¿Qué tal se está portando? No os está dando demasiados problemas, ¿no?

—¿Quién? ¿La niña? —Mi madre me miró por encima de las gafas de sol con una chispa de indignación—. ¡Tonterías! La niña es una santa. La única que nos da problemas eres tú, ya lo sabes.

—Sí, claro, tendréis queja.

—¿Has pensado ya lo de agosto?

—Sí, y...

—¡Eh, mamá! ¡Mamá, mira! ¡Mira, ven!

Siempre en el momento oportuno. Dediqué una amplia sonrisa a mi madre, profundamente satisfecha por la ayuda que acababa de brindarme mi pequeña sin saberlo, y acudí a su encuentro en la orilla de la playa. Para mi sorpresa, no estaba sola. Junto a ella había una niña de su misma edad con largos bucles dorados cuyos ojos llenos de vida rápidamente reconocí.

—¡Gisela! —exclamé, agachándome para saludarla con un beso en la mejilla—. ¡Qué alegría verte, pequeña! ¡Hacía mucho que no sabía de ti! ¿Has venido con tu mamá?

En realidad, había venido con su papá, el cual no tardó más que un par de minutos en acercarse y saludar. Gisela era una niña con la que mi hija había compartido los primeros dos años de vida escolar y que, de un día para otro, había decidido mudarse, arrastrada por el divorcio de sus padres. Desde entonces, y hacía ya más de un año de ello, no habíamos vuelto a saber de ella, lo que convertía aquel encuentro, además de muy casual, señal de que la fortuna estaba especialmente juguetona. Albert García, el padre de Gisela, era casi tan encantador como su hija además de uno de los hombres más apuestos que había conocido en los últimos tiempos. Una de esas personas que se te quedaban grabadas en la memoria...

Y en la agenda del teléfono móvil.

—¡Elisa, qué casualidad! —exclamó al verme. Estaba especialmente moreno y musculado, como si pasara varias horas al día corriendo por la playa—. ¿Cómo va todo? Sigues en La Galera, imagino.

El renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora