23 de julio de 2022, San Rafael, los Pirineos
Volví.
Seis años después de dejar San Rafael, volví el 23 de julio de 2022. Un día de verano soleado, con el cielo totalmente despejado de nubes, y una temperatura media de veinticinco grados. Años atrás lo había dejado un día de lluvia, con el corazón roto y los ojos llenos de lágrimas. Ahora volvía con el corazón aún roto, pero con la mente más despejada y las lágrimas contenidas.
San Rafael no había cambiado nada durante aquellos años. Construido a apenas tres kilómetros de la entrada a la reserva natural de San Rafael, el pueblo se alzaba en el valle como un paraíso de piedra y tejados de pizarra donde la paz se respiraba en sus calles. Era un lugar tranquilo, formado por centenares de casas de piedra en cuyo interior vivían familias que llevaban siglos cuidando del pueblo. Hombres y mujeres que habían nacido para cuidar de la reserva, y que morirían haciéndolo, como los Martín, o como los Soler.
San Rafael era un lugar muy especial. En los últimos años habían abierto muchos servicios para modernizarla, entre ellos el cine y un pequeño centro comercial con varias tiendas, pero incluso así seguía siendo un lugar muy tranquilo. Con poco más de ocho mil habitantes fijos, pero una enorme cantidad de visitantes cada año, se había convertido en un lugar de peregrinaje para los turistas que buscaban disfrutar de la paz de la reserva natural. De día se perdían en las montañas y sus bosques, tratando de encontrar a las bellas especies que habitaban el paraje. De noche, sin embargo, regresaban a nuestros hoteles para disfrutar de la vida nocturna del pueblo. Los pocos bares que teníamos se llenaban, al igual que los restaurantes y los parques. San Rafael era un lugar perfecto para desconectar del mundo y disfrutar de la paz que ofrecía la naturaleza, y todo aquel que pisaba una vez nuestro pueblo, quedaba marcado para siempre.
Yo incluida.
Aparqué en la calle de mis padres, frente a la entrada del aparcamiento de su casa. Tenían puesto un vado para que no les aparcase nadie delante, pero confiaba en que no me multasen por ello. Apagué el motor, saqué la llave del contacto y salí, donde la pureza del aire me golpeó la nariz, dificultándome la respiración durante los primeros segundos. Después, mis pulmones se acostumbraron rápidamente al aire puro que habían estado respirando durante tantos años. Cerré la puerta y alcé la mirada hacia el muro de piedra que rodeaba nuestra casa. La sombra que proyectaba el edificio de tres plantas era muy superior a la que recordaba, hundiéndome en una fresca sombra desde la cual se podía vislumbrar la belleza de mi hogar ancestral. Las paredes de piedra, los marcos de las ventanas de madera, las enredaderas subiendo por el muro derecho, el ladrido del perro desde el jardín...
Respiré hondo, empapándome de los olores de la naturaleza. El jazmín del jardín se mezclaba con el perfume de los pinos que rodeaban las calles, con el de los abetos que rodeaban la casa de la señora Ordoñez y las hayas. Olía también al barro que dejaba la humedad nocturna y al musgo de los troncos.
Olía a hoja seca y a verano.
A naturaleza en su plena erupción.
Los olores de una vida pasada, pensé, y cerré el coche con el mando. Seguidamente, tras dedicarle una fugaz mirada a la casa familiar, me encaminé hacia la casa contigua, donde la señora Ordoñez vivía sola desde hacía casi una década. Su marido había fallecido, dejando a la pobre mujer sola en aquel caserón de piedra gris ahora casi totalmente vacío. Al parecer, sus hijos se habían mudado a vivir a Suiza y no venían demasiado. Al menos por el momento. Según decía mi madre, la señora Ordoñez no iba a tardar en necesitar asistencia, por lo que era de esperar que asomasen la cabeza en algún momento.
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El renacer
Mystery / ThrillerEl 14 de enero de 2016, Cristian Soler fue asesinado en la reserva de San Rafael, en los Pirineos. El día 16 de enero de 2016, Milo Dávila, su mejor amigo, encontró su cadáver tendido sobre un lecho de flores. Tenía en el pecho dos disparos. Solo te...