Capítulo 69

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Capítulo 69



Mayo de 2023, Reserva Natural de San Rafael, Pirineos



—¿Qué demonios significa esto, Soler? ¿Quién es ella?

Óscar Tizona era el hombre al que había visto en el valle de los Ecos, junto al cuerpo de Cristian. El hombre que observaba a Beatriz en su propia habitación.

El hombre de las fotografías, de los periódicos.

Larga cabellera negra, rostro anguloso, con la mandíbula cuadrada, ojos grises muy claros, casi blancos, muy alto, de casi dos metros, y fuerte. Él en todo su esplendor. De no más de sesenta en apariencia, curtido pero apuesto a pesar de todo, resultaba una figura misteriosa bajo la luz tenue de las antorchas. Se encontraba en el interior de la cueva, junto a una encrucijada donde se generaban distintos túneles. Todos ellos estaban sumidos en la penumbra, pero en sus paredes se denotaban los trazos de dibujos. Marcas como las de las rocas, probablemente. Y frente a ellos, con un cuaderno entre manos y una pluma, estaba él, pensativo, yendo de un lado a otro. Pensando.

Junto a las paredes, en ambos lados, había decenas de cuadernos tirados. Cientos de hojas escritas a mano en las que Tizona había ido anotando el resultado de sus pensamientos durante todos aquellos años.

Supe que aquel lugar era especial antes incluso de que lo dijeran. No sabía exactamente el motivo, no había nada fuera de lo normal en apariencia, pero el susurro del viento sonaba de forma diferente allí. Era como si fuese más tenue, pero más profundo.

La oscuridad bullía al final de los cinco túneles.

—Es Elisa, maestro —se apresuró a decir Cristian—. Mi Elisa: mi mujer.

—¿Tu mujer? —respondió él con confusión. Bajó el cuaderno, sorprendido, y acudió a mi encuentro, parar mirarme un poco más de cerca—. No sabía que hubiese muerto, ¿por qué no me lo dijiste?

Tizona se detuvo a una distancia prudencial para observarme más de cerca. Más que a una persona, parecía observar el resultado de un experimento, con interés científico.

Dadas sus palabras, imaginé que estaba tratando de encontrar la herida mortal.

—No está muerta —aclaró Cristian—. Al menos no de momen...

—¿Qué no está muerta?

El maestro abrió mucho los ojos, perplejo, y retrocedió hasta situarse bajo la luz de una de las antorchas. Bajo el chorro de luz su piel se veía totalmente blanca, prácticamente traslúcida, marcada por las venas. Bajo el cuello de la chaqueta asomaban lo que parecían ser quemaduras, a juego con las de las manos. No había ningún dedo que se hubiese salvado de la quema de la reserva.

Tardó unos segundos en asimilar sus palabras. Me miró desconcertado, ahora más que nunca como a un bicho raro, y parpadeó con desconcierto.

—No es posible —dijo en apenas un susurro.

—¡Lo sé, no debería ser posible, y sin embargo...! —Cristian me cogió de la mano y tiró de mí, para situarme tras de él en un gesto protector—. Aquí está, maestro. Hace unos meses Luís la trajo. Quería comunicarme...

—¡No! —interrumpí yo, apretándole el brazo—. ¡Calla, Cris!

Pero él no me escuchó.

—Quería comunicarme que tengo una hija —prosiguió, decidido—. Una niña de seis años que se llama Beatriz. Siguiendo el consejo de Luís decidí no compartirlo, por temor a lo que pudiera pasarle, pero...

El renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora