Capítulo 39

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14 de agosto de 2022, San Rafael, los Pirineos



Bajé del coche a toda prisa y traté de entrar en el portal. Por desgracia, la puerta ya estaba cerrada, por lo que no pude más que golpearla sin éxito. Inmediatamente después corrí al portero automático y pulsé el piso de Milo. Cabía la posibilidad de que fuese una simple casualidad y que Javier no estuviese allí, pero, sinceramente, a aquellas alturas ya no esperaba que la suerte me sonriera.

Quince segundos después, Laura respondió.

—¿Sí?

—¡Laura, ¿está el poli ahí!?

—¿Elisa?

No tuvo tiempo de reacción. Milo metió las llaves en la cerradura de su casa para entrar y el pánico se apoderó de Laura, que lo único que pudo hacer fue colgarme. Lo que pasara después, sinceramente, fue un auténtico misterio...

Pero conocía lo suficiente a Milo como para saber que iba a haber problemas serios si se encontraba a Javier en su casa. Aunque estuviese solo tomándose un café. O charlando. Daba igual. Volví a llamar. Una, dos, tres... pero no respondió.

Mierda.

Decidí tomarme la justicia por mi propia mano y pulsé todos los botones del portero. No debería haberlo hecho, al resto de vecinos les daba igual que en mi mente se estuviese montando una auténtica batalla campal, pero no pude evitarlo. Presioné los botones varias veces, hasta que al fin empezaron a responder, y a base de pura desesperación alguien decidió abrir la puerta para que dejase de llamar. Entré entonces a la carrera, corrí hasta las escaleras y subí lo más rápido que pude.

Para cuando llegué al apartamento de Laura y Milo, ya era demasiado tarde. La puerta estaba abierta de par en par y dentro se escuchaban gritos. Laura suplicaba que parasen, y dentro, como dos auténticos neandertales, Milo y Javier forcejeaban. Se empujaban, se golpeaban...

Se estaban peleando.

—¡Parad! —grité al entrar.

Dediqué una fugaz mirada a Laura, que los miraba con lágrimas en los ojos, y miré a Javier. Había venido con el coche patrulla, pero iba vestido de calle. Tejanos y camiseta. Quise preguntar que venía de incógnito, pero no. Obviamente, no estaba de servicio.

Volví a pedirles que parasen, pero no me escucharon. Estaban demasiado concentrados en pelearse, demasiado cegados por la ira como para incluso plantearse el parar. Llevaban tanto tiempo acumulando rabia que ahora que habían empezado, no iban a parar. Y por desgracia, esta vez no había un Cristian que pudiese desequilibrar la balanza.

Se empujaron contra la mesa del comedor. Milo chocó de espaldas contra el pico, lo que le provocó que se doblase sobre sí mismo, de dolor. También se golpeó con la silla, pero no hizo más que moverla. Sin embargo, Javier aprovechó su desequilibrio para encajarle un puñetazo en el estómago. Milo volvió a chocar con la mesa, esta vez cayendo sobre ella, y tiró el florero decorativo al suelo.

El cristal se rompió en mil pedazos.

Inmediatamente después, sin darle apenas tiempo a defenderse, el policía se abalanzó sobre él para cogerlo por la pechera e incorporarlo, con el puño en alto. Aquello ocasionó una clara desventaja en contra de Milo, que no dudó en reaccionar en su contra. Interpuso entre ellos la pierna y lo apartó de un rodillazo. Acto seguido, se abalanzó sobre él, para devolverle el puñetazo.

—¡Haz algo! —me gritó Laura—. ¡Por favor! ¡A mí no me escuchan!

—¿Y a mí sí?

Era absurdo, probablemente no fueran conscientes de que estábamos allí. Estaban cegados el uno con el otro, y si seguían así, además de destruir medio apartamento, podrían llegar a hacerse daño de verdad. Así pues, me metí. No debería haberlo hecho, pero lo hice, y no a gritos precisamente.

El renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora