Capítulo 13

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01 de agosto de 2022, San Rafael, Pirineos



La reserva lo era todo.

¿Cuántas veces habría escuchado aquella frase? Si dijera que cientos, me quedaría corta. Aquellas palabras me acompañaban desde que era una niña y tenía uso de razón. Desde que había entendido que mi destino estaba ligado al de San Rafael, y lo que era aún más importante, que yo misma formaba parte de él.

Del pueblo, de la reserva, del todo.

Laura no lo podía entender. Su familia llevaba tan solo tres generaciones en San Rafael, por lo que no comprendía lo profundas que eran nuestras ataduras con aquel lugar. Los Soler, Dávila y Martin, en cambio, no conocíamos un pasado fuera de aquellas tierras. Nuestros antepasados habían nacido en San Rafael, habían cultivado la tierra y cuidado de su ecosistema, y siglos después, nosotros seguíamos haciéndolo.

Teníamos que hacerlo.

Así que sí, podía entender a lo que se refería Milo. Personalmente me había costado mucho separarme de mi tierra, y ahora que había vuelto, aunque fuese temporalmente, podía notar el vínculo.

—De acuerdo, es más que una reserva, vale, no quiero ofender a nadie —aseguró Laura, alzando las manos—. Este lugar es prácticamente sagrado para vosotros, pero no debéis perder de vista que los tiempos han cambiado. Ya no quedan tantas familias como creéis.

Era cierto. A lo largo de los últimos años habían sido varios los apellidos que se habían ido perdiendo. En parte era porque prácticamente toda una generación había muerto cincuenta años atrás, en el último gran incendio de la reserva. Había sido poco después de la entrada de Elinor en escena, y aunque oficialmente se dijo que había sido accidental, había crecido sabiendo a ciencia cierta que habían sido los opositores a la llegada de la empresa los que habían preferido sacrificar sus tierras y sus vidas antes que entregárselas.

Y sí, habían sido muchos los que habían muerto, entre ellos mi abuelo y sus cuatro hermanos. Aquel incendio había acabado con la vida de muchos, pero también había ocasionado la partida de muchos otros. Los habitantes de San Rafael se sintieron traicionados al verse obligados a aceptar que una empresa privada cuidase de sus tierras tras la pérdida de subvenciones gubernamentales, y no pudieron soportarlo.

Prefirieron irse a ver en lo que iba a convertirse.

Pero no todos se fueron. Algunos, como mis padres, no tuvieron más remedio que aceptar el nuevo orden en el que les había tocado vivir y adaptarse. Hubo quienes dejaron la reserva y se prometieron no volver a pisarla, pero que se quedaron en el pueblo. Otros, simple y llanamente, desaparecieron para siempre sin dejar rastro.

—Aún quedamos bastantes —se defendió Milo—. En la reserva trabajamos más de cien guardabosques, y al menos la mitad aún tiene ataduras con la tierra. Los nuevos no, está claro, y hay unos cuantos relativamente nuevos, pero hay bastantes familias de las antiguas.

—Sí, ¿pero qué media de edad tienen esas personas? Vamos, son todos casi ancianos.

—Bueno, pero aún hay algún joven.

—Muy pocos, y lo sabes. Todos se están yendo, cariño. Todos.

Milo refunfuñó entre dientes, molesto ante la gran verdad que, muy a nuestro pesar, estaba diciendo Laura. No mentía, los tiempos cambiaban y el nexo que nos había unido a aquella tierra había ido desapareciendo. Las generaciones más nuevas preferían ir a vivir más cerca de las capitales y disfrutar de trabajos mejor remunerados que vivir aislados en un pueblo como San Rafael.

El renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora