Mi turno de ir a por él

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Nuevamente esa sensación. Mis ojos estaban tan pesados y mi cuerpo totalmente adolorido, como si un camión me hubiese arrollado.

¿Debería abrirlos? Me pregunté en ese momento. Entre un segundo y otro me sentí trasportar a un lugar desconocido. Podía verme a mí misma en un descampado repleto de una niebla avasalladora que alcanzaba la altura de mis caderas. El lugar parecía no tener ningún fin, sin embargo, era tan desolado de alguna forma me entregaba un sobrio consuelo, porque me sentía igual. Mi cuerpo estaba ahí, me estaba observando a mí misma mirando hacia la nada con la mirada perdida, pero no me movía, no hablaba, solo pestañaba lentamente entre un momento y un instante.

Quise hablarle, es decir, hablarme, después de todo era yo misma, pero me llevé la sorpresa de que no tenía voz, ni forma de hacer notar mi presencia, entonces finalmente lo entendí, mi cuerpo y mi alma estaban separados el uno del otro.

Una luz brillante surgió desde la misma nada en forma de distorsionada nebulosa justo ante mi cuerpo medio inerte. Era una especie de portal revestido de más neblina del cual resplandecía una rojiza luz desde el interior. Mi espíritu estaba lejos de él, no se me permitía ver el interior que originaba tan poderosa luz. 

No tenía ni la más mínima idea de qué era, pero tenía una sed insaciable de averiguarlo, porque evidentemente no era más que una parálisis del sueño de las que solía tener en la adolescencia; de pronto, como si mi cuerpo hubiese estado escuchando mis pensamientos finalmente artículo palabras desde la lejanía.

—¿Es hora?

No entendía qué trasfondo tenía su pregunta, pero cada célula de mi cuerpo estaba sumida ante la curiosidad, o al menos eso creí.

—¿Estás segura? Esta vez no hay marcha atrás —volvió a decir.

No necesitaba pensar. Mi corazón vibraba, se sentía cálido, a punto de estallar, esa fue la respuesta.

Finamente me vi atravesando el extraño umbral.

—¡Merédeo!

—¿Merédeo? —le escuché preguntar a Florencia a mi lado.

—¡Florencia! —le grité al mismo tiempo que le extendí los brazos para que me abrazara.

—Dayanne, por el amor de Dios, ¿qué está pasando contigo? Te desmayaste en la comisaría y te tuvieron que traer aquí.

—¿Dónde está él? Necesito ir al mu...

—No te preocupes por eso, al final el cuadro estaba cerca del museo. Definitivamente una mujer lo había tomado y sin querer lo dejó caer mientras escapaba, bastante pánfila diría yo.

—Florencia tengo que irme de aquí.

—¿Por qué actúas así? me estás asustando, qué pasa.

—Por favor llama al doctor para que me saquen la vía, de camino al museo te cuento.

—De ninguna manera.

—¿Qué?

—Dayanne no tienes idea del susto que me hiciste pasar, no es divertido que vayas por la vida desvaneciéndote así. Si quieres estar bien debes seguir cada una de las indicaciones que te dé el doctor.

—Lo siento, pero no estoy enferma, así que no te asustes, solo estoy un poco débil por una mala alimentación, por favor confía en mí y llama al doctor —le rogué.

Ella no respondió, solo hizo una mueca de duda y se paró de la silla en su búsqueda.

Como un mal chiste de la vida me había despertado en la misma camilla del hospital en la que había estado anteriormente, igual de débil, solo con un pequeño detalle, el recuerdo de mi primera vida había vuelto a mí.

Desertores del GehennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora