Capítulo 1

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El curso estaba a punto de acabar. Los exámenes ya habían terminado. Pero, por suerte, las clases de teatro habían continuado. Se habían convertido en mi refugio, en mi lugar seguro, esos últimos años. El instituto puede ser un lugar maravilloso, pero también un lugar cruel. Yo había visto las dos caras de la moneda.

    Cuando terminé de cambiarme en los vestuarios, salí del colegio pero empecé a oler a lluvia y justo antes de poner un pie en la calle, comenzó el diluvio. Dios, iba a hacer mucho calor después. Rebusqué en mi mochila a ver si tenía un paraguas. Llevaban toda la semana avisando de mal tiempo, y llevaba toda la semana olvidándomelo sobre mi cama. Ese día no fue diferente. Genial. Pues tocaría esperar a que dejara de caer la tormenta del siglo.

    —¿Quim? —pude escuchar por encima del estruendo de la lluvia. Entre la cortina de agua vi un paraguas rojo y, bajo él, a Leo —. ¿Qué haces aquí tan tarde?

    —Teatro. ¿Tú?

    —Castigado.

    Los dos nos quedamos en silencio. Las cosas estaban muy tensas desde hace tiempo. No os lo he contado... pero él me sacó del armario delante de todo el instituto. Él era el culpable de que lo hubiera pasado tan mal últimamente.

    —¿No tienes paraguas? —preguntó.

    —No.

    —Si quieres, ven conmigo y te acompaño a casa. Así que no te mojas.

    —No, gracias. Esperaré a que pare de llover.

    —No creo que pare en un buen rato —dijo, mirando hacia arriba —. Si quieres me quedo esperando aquí contigo hasta que pare de...

    —Me da igual mojarme la verdad —mentí y, esquivándole como si estuviera hecho de ácido, eché a correr fuera del colegio en dirección a mi casa.

    Obviamente, me calé hasta las huesos y el móvil yo creo que se me rompió, porque no dejaba de encenderse y apagarse. Mierda. Perdí las gafas por el camino y casi las piso al volver a por ellas. Y me llené las zapatillas de lo que espero fuera barro. Pero ni en un millón de años pensaba compartir paraguas con el estúpido de Leo.

    El problema es que la lluvia se repitió durante toda la semana. Y yo, cada día, me volvía a olvidar el paraguas, o se me rompía con el viento, o me lo dejaba dentro de teatro y no podía entrar hasta el día siguiente. Y cada día, Leo aparecía en la entrada del colegio, con su paraguas rojo, ofreciéndose a acompañarme a casa para que no me mojara. ¿No entendía que no quería ir con él? Pero no podía llegar más días empapado a casa. Ya hasta notaba que me estaba poniendo malo. Así que, al tercer día de lluvias torrenciales, acepté y me coloqué bajo su paraguas.

    Era extraño, era tenso, era incómodo ir a su lado. Pese a que me insistió en que le cogiera del brazo para que me pudiera cubrir más, yo me negué a tener un mínimo contacto con él.

    —Así te vas a mojar más.

    —No pasa nada —repliqué.

    —Pero cógeme el brazo, que no muerdo —y alargó su mano pero, instintivamente, me aparté, cayéndome un enorme goterón por el cuello de la camiseta. ¡Dios, qué incómodo cuando pasa eso! —¿Ves? Te vas a mojar más.

    —Da igual. Solo hay que cruzar el puente y estoy en casa. No tienes que acompañarme hasta el portal.   

    —¿Estás de coña? ¿Y dejarte tirado en el puente? No. Te acompaño.

    Cada vez llovía con más fuerza pero, por suerte, su paraguas parecía aguantar todo. Eso y que Leo era fuerte, y lo sujetaba con ganas para que el viento no se lo llevara volando.

    —¿Qué tal en teatro? —Le veía con ganas de empezar una conversación pero a mí me costaba horrores hablar con él.

    —Bien.

    —Siempre se te dio bien actuar.

    —¿Qué quieres decir con eso? —respondí, exaltado.

    —¡No lo digo a malas! Es-es decir, me acuerdo cuando éramos más pequeños y escribías esas obras de teatro para representarlas en clase... y-y se te daba muy bien. Aunque siempre me dabas los peores papeles.

    —Ya, bueno.

    —Recuerdo cuando una vez tuve que hacer de bruja. ¡Y te empeñaste en ponerme ese pelucón greñudo! —rió.

    —¿Te acuerdas?

    —Claro que me acuerdo. No-no estoy orgulloso de lo que pasó. Pero me gustaría que... no sé, que al menos pudiéramos hablar de vez en cuando.

    —Bueno... no es tan fácil —contesté.

    —¿Por qué?

    —¿Te lo explico? —gruñí y Leo evitó mi mirada, cabizbajo.

    Fuimos cruzando el puente en absoluto silencio. La lluvia era lo único que podía escucharse en kilómetros a la redonda. Cada vez caía con más fuerza y hacía difícil que pudiéramos avanzar. Teníamos los pies empapados. El paraguas servía ya de poco y a Leo le costaba mantenerlo erguido. Tanto que decidió detenerse en medio del puente.

    —Mejor que esperemos un rato. Si seguimos andando, se me va a salir volando.

    —Entonces sigo yo solo. Date la vuelta, no te preocupes.

    —No. No. Seguimos entonces —contestó.

    —Oye, Leo. No hace falta que hagas nada, ¿vale? Ya no somos amigos. Ya está. No tienes por qué ser majo ni nada. Ya hiciste bastante. —Me salió solo. Borde y a la yugular.

    —Joder, Quim. Teníamos trece años. Yo qué sé. Me asusté.

    —¿De mí?

    —No. De ti nunca.

    —¿Entonces?

    —Es... complicado.

    —Ok —y volvimos a quedarnos callados una vez más. La lluvia seguía cayendo con fuerza. No tenía pinta de que fuera a parar en los próximos minutos, así que Leo decidió que lo mejor sería seguir andando y llegar cuanto antes, aunque fuera a resguardarnos bajo un techo de la calle.

    No había nadie cerca. No había nadie en el puente. Aunque tampoco es que se pudiera ver mucho más allá de nuestras manos. La lluvia lo cubría todo. Nunca había visto llover tan fuerte. Era casi apocalíptico. De hecho, empecé a tener miedo. A ver, era lluvia. No nos iba a hacer nada. Pero una sensación como de terror comenzó a atenazarme.

    —Tío, nunca había visto llover así —dijo Leo.

    —Pues démonos prisa.

    —¡Joder, y mira a ese, que viene sin paraguas!

    Leo señaló hacia delante y vislumbré una silueta entre la cortina de agua. Estaba lejos pero se acercaba con rapidez. Pobre. Estaría corriendo como yo los últimos días. Pues suerte. Este diluvio te va a empapar hasta los huesos.

    Cuando quise darme cuenta, ya le teníamos encima. Era alto y espigado. Su cara parecía estar borrada por el agua. Como si hubiera intentado arrancársela con las uñas pero no hubiera sido capaz. Sus ojos no tenían párpados y sus pupilas eran de un color rojizo oscuro, como sangre seca. Tampoco tenía labio inferior dejando ver unos dientes amarillentos, y hacía que le cayera saliva por ambos lados de la boca. Y de la cabeza le caían solo unos mechones de pelo, mugrientos y largos, de color negro carbón. Nada más vernos sonrió, en una mueca terrorífica, estiró su dedo índice y me rajó la garganta de un solo movimiento.

Bajo la lluvia (en pausa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora