CAPÍTULO 8 PARTE 1

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La casa de los padres de Lara esperaba vacía a Lara y Piero. Luis y Paola seguían en el hotel, ayudando en la cocina para que todo quedase listo y perfecto para empezar el domingo y completar así el primer fin de semana del hotel.

Piero se sentó en el sofá mientras Lara se dirigía a la planta de superior, a su habitación, a buscar unas carpetas. En ellas había recopilado el material que necesitarían para preparar una visita interesante por la bodega y los alrededores del monasterio.

No tardó nada más que unos segundos en recogerlas, pero se entretuvo un par de minutos más en cambiarse de ropa. El uniforme de la recepción, debido a lo nuevo que estaba, resultaba bastante incómodo, así que se colocó un pijama con camiseta de tirantes y pantalón corto, unos calcetines para andar descalza y bajó las escaleras hasta el comedor, donde la esperaba el capataz.

—¿Quieres ponerte cómodo tú también? —le preguntó, dándose cuenta del poco disimulado escrutinio al que la estaba sometiendo.

—Estoy bien así, gracias —contestó él, después de unos instantes.

La verdad era que se había quedado sin palabras al verla bajar con aquella indumentaria, no esperaba que se cambiara de ropa. El conjunto de noche, de color crudo con diminutas flores rosas, se ajustaba a las curvas del torso de Lara y dejaba al descubierto sus atractivas piernas, dando poco espacio a la imaginación.

—Ven.

La palabra sonó como una invitación sensual para Piero, que tuvo que sacudirse los pensamientos por los que divagaba. Claro que no le estaba invitando a nada. Con el gesto, Lara solo le pedía que se acercase a la mesa del salón.

Retiró una de las sillas para que él se sentase y esparció los papeles que traía encima de ella. Sacó de las carpetas más documentos rescatados de la red, folletos de otras bodegas que le habían dado ideas para estructurar lo que quería que Piero contase a los clientes.

Cogió unos folios y bolígrafo y, mientras le hablaba, iba escribiendo.

—Cuando lleguen, yo saldré a darles la bienvenida —le dijo Lara—. Me ocuparé de chequear que las reservas que traen están en orden y los conduciré a la bodega del monasterio, donde los estarás esperando tú.

—¿Te atreverás? —preguntó él, recordando el incidente cuando apagó la luz y ella acabó con una herida en la cabeza.

—No, es posible que me ponga muy nerviosa, así que será mejor que me esperes en la puerta y que no tenga que entrar sola.

—¿Te he dicho ya que lo siento? —preguntó Piero. El tono de su voz era suave y casi un susurro.

—Sí —dijo ella, mirándolo a los ojos—, me lo has dicho. No hace falta que te sigas disculpando, solo me conformo con que no se te ocurra volver a hacerlo. ¿Te importaría ponerte un traje?

Él sonrió de manera forzada. Sabía que estaba intentando cambiarle de tema para que no volviera a mencionar el incidente y no la culpaba. Había provocado que reviviera un trauma de la infancia. También él pensó que era mejor que hablasen de otra cosa.

—Ni de coña lo del traje —le dijo—, no me pienso pasear por los viñedos con una corbata.

—¿Por qué no? Estarías guapísimo —le dijo, sin pensar.

—Estoy seguro de que llevas toda la razón, pero ¿qué clase de viticultor se mueve por las viñas con traje y corbata?

—Es verdad, no es verosímil —dijo ella, con una sonrisa. Mordió el bolígrafo, cual niña concentrada en los deberes—. Está bien, nada de trajes entonces. La verdad es que llevas razón, no pega nada que des una vuelta al final por las viñas vestido así. Además, hace mucho calor y no queremos que te dé algo. Será mejor que vayas con menos ropa. Pero, por Dios, no lleves esas botas.

—¿Qué les pasa a mis botas? –preguntó él, mirando sus gastadas Panama Jack.

—¿Que deben tener mil años y están para tirarlas?

—Son cómodas.

—Perfectas para trabajar, pero mañana ponte otra cosa.

—¡Vale! Lo que tú digas –contestó con resignación.

Lara le dedicó una sonrisa y se acomodó en la silla, poniendo una de sus piernas bajo el trasero. Piero se fijó en que ella estaba tan concentrada en la tarea del diseño de la actividad que no se había dado cuenta de lo informal de la postura que había adoptado, muy poco ortodoxa para estar hablando con uno de sus empleados. Intentaba pensar en ella como su jefa, pero entre el pijama, en el que uno de sus tirantes se había resbalado hasta el brazo, y su despreocupación, emanaba de Lara una sensualidad de la que estaba seguro que ella no era consciente.

Sentía que no lo estaba tratando como a un empleado.

Quería que no lo tratase como a un simple empleado, si era sincero consigo mismo.

Si por él fuera, se olvidaría de preparar la charla y posaría sus labios sobre el sensual cuello de Lara, continuando por el hombro que había perdido el tirante. Después la besaría.

Nada de un beso suave, uno de esos que sube la temperatura más allá de lo permitido.


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Amor en el viñedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora