CAPÍTULO 9 PARTE 1

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Paola trataba de no perder los nervios, pero era complicado entre aquel coro de voces tan poco armonioso que se había plantado en el comedor a primera hora de la mañana del domingo. La madre de Lara había acudido muy temprano al hotel para tener lista la limpieza de las zonas comunes junto a Carmen, antes de que los clientes se despertasen. Cuando llegó, un montón de gente ocupaba la recepción pidiéndole a gritos la hoja de reclamaciones.

—¡Esperen un segundo, estoy tratando de llamar a mi hija, que es la directora, para que los atienda en persona!

Gritaba desesperada, Lara no le había cogido las trece llamadas por lo menos que llevaba desde que llegó. Cuando al fin le descolgó, Paola ni siquiera esperó a que le preguntase quién era.

—¡Lara! ¿Se puede saber dónde estáis o tú o ese recepcionista tuyo? ¡Ven corriendo al hotel, tenemos una emergencia!

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Lara, alarmada por la desesperación que notaba en su madre.

—Tú ven lo más rápido que puedas. ¿Por qué no cogías el teléfono? ¿No habrás pasado la noche con él?

—No, estoy en casa, estaba duchándome —dijo Lara, enfadada por el tono de reproche de su madre—. Me estás asustando. ¿Está bien papá? ¿Le ha pasado algo?

—Sí, papá está bien, pero ya verás cuando vengas...

—¿Me quieres decir qué sucede? —preguntó de nuevo Lara, con el corazón descontrolado.

Toda clase de catástrofes desfilaban por su cabeza en esos momentos, desde un incendio a una inundación, pasando porque a alguien se le hubiera ido la cabeza del todo y hubiera cometido un asesinato en el monasterio.

—¡Tú ven!

Lara, asustada por la urgencia y por el griterío que escuchaba de fondo por el teléfono, literalmente voló desde su casa. Se puso el uniforme tan rápido que no se molestó ni siquiera en mirarse en el espejo. Debería de haberlo hecho, porque apareció con la cremallera de la falda por delante. A un gesto de su madre le dio la vuelta con celeridad, antes de preguntar a los clientes:

—¿Qué ha pasado?

Un griterío incomprensible la recibió. Eran al menos seis clientes voceando sus quejas a la vez, por lo que no entendía nada en absoluto. A ello había que sumar que la rodeaban, haciéndola sentirse intimidada.

—¡Basta! —gritó, cuando logró recuperar el control—. Por favor, uno solo, no hablen todos a la vez porque no entenderé lo que me están tratando de decir.

Por fin, una voz consiguió sobresalir por encima de las demás y le informó del problema con el que había amanecido el Monasterio de las Viñas.

—Hay un montón de gente intoxicada.

—¿Cómo? —gritó ella, tornándose lívida.

Eran las ocho y media de la mañana, en una hora llegarían las visitas, no se podía permitir aquel escándalo. Y lo que era peor, era el primer fin de semana en el que funcionaba el hotel y no podía terminar con una intoxicación masiva de los clientes. Aquello sería casi su sentencia de muerte. Sería una de las historias más breves de la hostelería que conocía, un hotel cerrado al día siguiente de su estreno oficial. Cientos de miles de euros tirados a la basura y, con ellos, volatilizados, sus sueños.


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Amor en el viñedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora