CAPÍTULO 22

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Eran casi las once de la mañana y nadie daba con Lara, por lo que las distintas partidas que habían hecho una batida, habían vuelto a la recepción del Monasterio de las Viñas. La Guardia Civil había llamado, ellos tampoco la habían encontrado, aunque habían emitido un aviso a todos los cuarteles de la zona para que echasen un vistazo. También les habían dado la matrícula del vehículo de David, que Piero tenía de cuando le rompió el piloto de la furgoneta, pero solo habían aceptado buscarlo porque formaba parte del personal del hotel, no porque se tuvieran cargos contra él. Para eso habría que esperar a tener más pruebas que el nerviosismo de Piero.

De momento habían contenido a la prensa, pero en cuanto se enterasen de que había sangre estarían al olor para llenar sus programas sensacionalistas.

Al italiano, aquello le daba grima.

—¿Tampoco han localizado el vehículo del recepcionista?

Ninguna de las patrullas se había tropezado con él.

—Entienda que es buscar una aguja en un pajar —le dijo uno de los agentes—, además de que la señorita es mayor de edad y hasta que no pasen más horas debemos considerar voluntaria su desaparición. Estamos haciendo todo esto porque son del pueblo y estamos tan preocupados como ustedes, no porque sea el protocolo.

—¡Hay sangre! ¿No creen que es para preocuparse? —gruñó el italiano—. ¿Han llamado por lo menos a los hospitales para ver si está en alguno?

Piero lo había hecho, pero la maldita ley de protección de datos le había hecho tropezar con un muro. No le podían decir si había alguien con ese nombre ingresado o si había pasado por urgencias una mujer con las características de Lara.

Cosas de la ley.

Porca miseria.

Berta tuvo una idea, a pesar del persistente dolor de cabeza que tenía debido a lo que le suministró David para que se durmiera. Se llevó a Piero a un lado y le dijo en voz bajita-

—Creo que podemos hacer algo por nuestra cuenta.

—A ver, ¿qué se te ha ocurrido?

—Tengo una foto del coche de David donde además se ve la matrícula y seguro que Paola tiene alguna foto de Lara. ¿Por qué no hacemos una publicación para nuestros grupos de WhatsApp o nuestros contactos de Instagram y pedimos que nos digan si saben algo?

—Si no tienen nada que ver, David se nos echará encima por difundir un bulo y la matrícula de su coche —le advirtió Carmen, que lo estaba escuchando—. Yo lo haría.

—Pues no digamos que es su coche, puedo hacer que simplemente se vea la matrícula como por casualidad. No sé, puedo poner una foto de Lara convenientemente delante de su coche. Igual alguien puede atar cabos. Quiero ayudar. Casi por mi culpa... —La voz se le quebró en ese instante.

Piero la agarró por los hombros y la miró a los ojos fijamente.

—Nada de culpas, Berta, creo que te ha utilizado. Os dije siempre que no me gustaba ese tipo. No podía concretar qué era, pero lo sentía. Mi madre dice que los toscanos tenemos ese sexto sentido.

—Pues el mío debe de estar muerto —se quejó Paola—. Y mi instinto de madre también.

—Seguro que en algún momento has dudado de él —la alentó Piero.

—¿Podéis venir? —gritó Miguelín, que estaba mirando el ordenador, porque habían llegado unos clientes a registrarse.

Con el follón se les había olvidado que tenían reservas para el hotel y alguien tenía que ocuparse de ellas. Le tocó al muchacho por ser el que mejor se entendía con la informática.

Tal como le había contado Lara a Piero, el ordenador estaba medio loco. Por la pantalla, el puntero del ratón iba y venía a su antojo, y por más que el chico trataba de controlarlo desde su mouse, no lo conseguía.

Tenía vida propia.

—No puedo hacer nada, se está borrando todo el programa —dijo, impotente.

—Es lo que estaba pasando anoche, lo que me contó Lara —contestó Piero.

Estaba desesperado, se tocaba el pelo y sudaba, aunque el calor no lo justificaba. Era un calor que emanaba de su interior, de las emociones que sentía.

—Perdonen —les dijo Piero a los turistas—. Miguelín, anota sus datos a mano y dales la habitación que te parezca, haz lo mismo con toda la gente que tiene que venir hoy. Ya lo arreglaremos cuando todo esto pase.

—¿Hay algún problema? —preguntó el cliente.

Piero iba a decir que no, no quería alarmar a gente que nada tenía que ver con ellos ni que la fama del hotel o el viñedo se viera empañada. Si la gente descubría que pasaban toda suerte de desgracias, se correría la voz y dejarían de recibir visitas. El sueño de Lara se desmoronaría.

Era verdad que él no había estado de acuerdo con el hotel, pero reconocía que había hecho un trabajo magnífico y, además, si aquello no prosperaba, Lara entraría en la ruina y con ella irían el viñedo y sus padres, que harían todo lo posible por ayudarla y acabarían teniendo que vender.

—Nuestra directora ha desaparecido —dijo Berta, antes de que nadie pudiera evitarlo.

—¡Dios mío! —dijo la mujer que acompañaba al hombre, llevándose las manos a la boca—. ¿Y tienen idea de qué ha podido pasar?

—La estamos buscando —se apresuró a decir Piero—. Igual es solo que se ha ido sin avisarnos.

Con disimulo, se llevó a Berta del brazo para echarle la bronca, pero no le dio tiempo. En ese momento apareció el padre de Lara.

—¡La hemos encontrado!


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Amor en el viñedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora