CAPÍTULO 3 PARTE 1

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Paola acompañó a Lara hasta el edificio del Monasterio. La antigua capilla era lo único que no se había restaurado, aunque sí se habían apuntalado las ruinas y delimitado el perímetro para impedir el paso, con el fin de que no tuvieran que lamentar ningún accidente con los turistas. Estaban separadas por una valla acristalada del resto del complejo, limpias de maleza y con refuerzos en las zonas en las que el tiempo había hecho estragos. Le faltaba toda la techumbre y gran parte de los elementos sustentantes se habían venido abajo, pero seguía conservando su porte y su antaña belleza. Con los materiales recuperados de ellos, habían aprovechado para realzar la zona del monasterio, que sí estaba reformada al completo.

—Espero tener algún día dinero suficiente para volver a ponerla en pie —dijo Lara, con la mirada fija en lo alto de la ruina.

Paola sonrió, estaba tan acostumbrada a aquellas piedras y era tan poco religiosa que no veía mucho sentido a abordar una empresa tan costosa, pero tal vez sería bonito poder llegar a ver cómo había sido aquel monasterio Cisterciense en la Edad Media. La remodelación de la iglesia no era posible asumirla sin arruinarse, pero Lara soñaba con ello y siempre había sido de la opinión de que los sueños están para alentarlos y no para cortarles las alas.

El resto del conjunto, con las obras, había quedado soberbio.

A esas horas parecía lleno de vida, mientras que los albañiles se movían de un lado a otro, acarreando escombros para dejarlo limpio lo antes posible. También había unos hombres poniendo a punto la zona verde junto a lo que era el aparcamiento de clientes, situado frente al acceso para los que decidieran pasar unos días en el complejo. La idea de Lara para el Monasterio era muy ambiciosa y se cuidaban todos los detalles.

Las habitaciones para los futuros clientes se situaban en la primera planta del edificio, mientras que el sótano se había habilitado como bodega auxiliar, ampliando la que tenían sus padres a escasos trescientos metros de lo que ya había dejado de ser una ruina. Solo había media docena de cuartos en la planta baja, preparados para minusválidos, porque pensaron que era mucho más práctico eso que ponerle un ascensor al edificio. Un ascensor en un monasterio medieval parecía un elemento más que disonante.

Paola llevó a Lara hasta la biblioteca, a la derecha de la entrada principal, donde varias personas se afanaban en dar cera a las vigas de madera. Aquella zona, libre ya de escombros, a falta de una última limpieza, estaba preparada para que empezasen a llegar los muebles. Un intenso olor a cera las recibió nada más atravesar el umbral de la puerta.

—Chicos, parad un momento —dijo Paola—. Quiero presentaros a Lara, la directora de este hotel y mi hija.

Los empleados dejaron los trapos y se acercaron a saludar.

—Esta es Carmen y ella es Berta —le dijo Paola. Las dos mujeres le dieron dos besos a Lara—. Son las que se van a encargar de la limpieza de las habitaciones y del hotel. Sé que hace falta más gente, pero de momento lo harán ellas, aunque todos, y eso te incluye, hija, vamos a tener que echar un mano en lo que podamos. Esto es muy grande.

—Encantada, Lara —dijo Berta, una muchacha veinteañera que llevaba un simpático pañuelo en la cabeza y un peto de pintor.

—Lo mismo digo —añadió Carmen, que debía andar por los cincuenta—. Soy la madre de Berta.

—Mucho gusto —dijo ella.

—Estos son Juanjo, Arturo, Miguelín y Matías. Son los que se ocuparán del restaurante. Juanjo es el cocinero.

El hombre, de unos cincuenta años y complexión fuerte, se acercó para saludar a Lara con un firme apretón de manos. Tenía el aspecto orondo de un cocinero, incluidos unos sonrosados mofletes que revelaban que estaba esforzándose en la tarea que en esos momentos le ocupaba.

—Soy el padre de Berta y el marido de Carmen —le aclaró.

—Me gusta —dijo Lara—. La idea es que esto sea un negocio muy familiar, así que no está mal que seáis familia.

—Pues lo será —añadió Arturo, que no aparentaba más de veinte años y era guapo a rabiar—. Yo soy el pinche de cocina. Acabo de terminar un grado de formación profesional y soy también su hijo.

—Y yo —dijo Miguelín, otro guapo chico de diecisiete, que seguro que tenía babeando a todas las adolescentes de la comarca con su sonrisa—. Me ocuparé de servir las mesas en el restaurante.

—Yo también soy hijo suyo. Soy el chico para todo, desde servir mesas, ayudar en la cocina o pasear a los caballos.

Lara se quedó mirando a Matías. Era el mayor, dos años por encima de Berta. Los cuatro hermanos se parecían muchísimo entre sí y eran una mezcla perfecta de sus padres. Tenían el delgado físico de Carmen y sus ojos claros y las sonrosadas mejillas de Juanjo, así como el color negro de su pelo.

—Vaya, esto no me lo esperaba. ¡Toda la familia!

—Nos queda uno, que no está aquí, andará con los animales —añadió Carmen.

—¿Pero cuántos hijos tenéis? —preguntó Lara. Su condición de hija única le había hecho envidiar siempre a las familias numerosas.

Todos se echaron a reír y Paola fue la que le aclaró quién era Gonzalo, el que faltaba.

—Es el padre de Carmen, y lo conoces desde siempre. Es Gonzalo, el de los caballos. ¿Recuerdas que de pequeña aprendiste a montar? Fue en sus cuadras, en Valdearcos. Cuando fui a preguntarle si sabía dónde podíamos conseguir caballos dóciles para lo que los necesitamos, me dijo que quería cerrar, que ya estaba cansado del negocio. Los había ido vendiendo y solo le quedaban cuatro. Como le faltan un par de años para llegar a la edad de jubilación, había decidido prejubilarse, pero a mí me pareció que era buena idea proponerle el trabajo. Aceptó, esto es mucho más descansado que lo que hacía.

—Y cuando tu madre le comentó que aquí estaban buscando personal —dijo Carmen—, yo me ofrecí para la limpieza. Teníamos un pequeño restaurante en Olmedo, pero desde que empezó la crisis no iba muy bien, así que alguien tenía que buscar otro trabajo.

—Una cosa llevó a la otra —siguió Juanjo, el marido de Carmen—. Me pareció que, si me contrataban también a mí, podíamos dejar el restaurante. Mis hijos trabajaban conmigo allí y a tu madre le pareció bien contratarnos casi en un pack. Todos estuvimos de acuerdo en trasladarnos.

—Todos no —dijo Berta, muy seria.

—Te acostumbrarás, cariño —le dijo Carmen a su hija.

Berta se quitó el pañuelo de la cabeza con rabia, soltó el trapo con el que momentos antes estaba encerando una columna y abandonó la biblioteca a la carrera, ante la atenta mirada de Lara. Matías hizo el gesto de ir tras ella.

—Déjala —dijo Carmen—. No le ha hecho gracia dejar a todos sus amigos en Olmedo.

—Y a alguien más —añadió Miguelín.

—¿Te quieres callar? —le regañó su padre.

—Se acostumbrará —dijo Carmen—. De hecho, creo que es lo mejor que le ha podido pasar.

—¿Por qué? —preguntó Lara intrigada.

—Tenía un novio muy poco recomendable, un poco de distancia no le vendrá nada mal —remató Arturo.

Ante la mirada reprobatoria de su padre, Arturo se dio la vuelta y continuó encerando la columna de madera de la que se ocupaba.

—Bueno, dejémonos de charlas y vamos a empezar —dijo Paola—. Carmen, danos unos trapos y dinos por dónde vais.


EN EL SIGUIENTE FRAGMENTO, APARECE PIERO Y ES...

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