CAPÍTULO 4 PARTE 1

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Las agujetas le duraron a Lara cuatro días, algo menos que el dolor de cabeza y el moratón por el golpe que se dio con el botellero. Durante ellos, el personal contratado para el hotel se esmeró en dejarlo todo perfecto, pero el trabajo era duro y el cansancio empezaba a hacer mella en todos.

La llegada del mobiliario, la ropa de cama, las toallas y los complementos, tuvieron a Paola corriendo de un lado a otro, dando órdenes y decidiendo el lugar que ocuparía cada uno de ellos. El monasterio se convirtió en un ir y venir de proveedores que llenaron de vida el espacio, que poco a poco se transformaba en el precioso lugar que había imaginado Lara.

Todo el mundo trabajaba a buen ritmo y con un humor excelente, salvo Piero, que gruñía cada vez que veía aparecer por el camino de acceso una furgoneta o un camión. Necesitaba más manos para el trabajo en las viñas, pero hasta Luis se había dedicado a ayudar en la preparación del hotel y estaba muy enfadado por el exceso de tarea de la que tenía que ocuparse solo y el descuido al que estaban sometiendo al viñedo en favor del hotel.

Lara y él no volvieron a hablar del proyecto de las visitas guiadas, pero ella no lo olvidó. Aunque de momento no lo había incluido en la página web, dedicó un par de ratos por las noches en redactar el borrador de la idea y se ocupó de que bajaran los barriles y las estanterías a la bodega.

El recuerdo de encontrarse sola y a oscuras en el sótano, le impidió ser ella misma la que tomase las fotografías para ilustrarlo.

Su mala relación con los espacios oscuros se remontaba a la infancia, cuando a los seis años se escondió en la bodega tras una travesura. Lara se quedó dormida y despertó al sentir un intenso dolor en una pierna: una rata la había mordido. Entonces el pánico se hizo dueño y gritó, pero no la escucharon. Cuando al fin la localizaron, estaba semiinconsciente, envuelta en fiebre y con el cuerpo cubierto de un sarpullido. Estuvo más de una semana en tratamiento con antibióticos y desde entonces no toleraba los espacios cerrados.

Ni a las ratas.

Por eso, las fotos que necesitaba para ilustrar el proyecto, se las pidió a Berta, que aceptó gustosa el encargo de bajar a la bodega. Era la excusa perfecta para dejar de limpiar un rato. Subió a la media hora con unas cien instantáneas, selfis incluidos, por los que su madre, Carmen, le regaló una buena reprimenda. Había demasiado trabajo como para que se entretuviera con tonterías.

—Esta niña es boba —le Carmen a Paola, mientras se lo contaba. Las dos salían del monasterio para ir a casa de Paola a tomarse un café de media mañana.

—¡Déjala, Carmen! Son cosas de críos.

—Dime tú para qué quiere esas fotos, y encima poniendo morritos. Es que estos chicos están tontos de remate con las redes sociales. ¡Quién sería el imbécil que se las inventó!

Paola se echó a reír.

—¿Se le ha pasado ya el enfado del otro día? —le preguntó a su madre.

—Creo que sí.

Carmen echó un vistazo a su alrededor, para asegurarse de que nadie escuchaba lo que le iba a decir a Paola.

—Me parece que se le ha pasado del todo el mosqueo por habernos venido a vivir aquí.

—¿Y eso? ¿De repente?

—Ayer, cuando ya habíamos terminado, mi padre les pidió a mis hijos que sacasen a pasear a los caballos, pero Miguelín y Arturo los odian. Matías se había marchado con Juanjo a comprar algunas cosas para la cocina, así que ella renegó por tener que hacerlo. Vamos, como siempre, lo de esta niña es protestar por todo. No quería ni bien ni mal, pero apareció Piero, se ofreció a hacerlo él y enseguida cambió de idea. Vino con cara de lela después del paseo. Me parece que se ha vuelto a enamorar...

—Piero es un poco mayor para ella —dijo Paola.

—Se le pasará, esta niña es así, enamoradiza, pero al menos ya no gruñe por todo. Lo hemos cambiado por suspiros cada vez que pasa él por su lado.

Las dos mujeres soltaron una carcajada. En ese momento apareció Lara, que regresaba de firmar el recibo al conductor del camión que les acababa de suministrar el gasoil para la caldera.

—¿De qué os reís? —preguntó.

—Nada, cariño. Cosas nuestras —dijo Paola.

Pero Lara las había escuchado y sintió una punzada de contrariedad que no supo si eran celos o qué. 

¿Cómo podía estar celosa de una niña solo porque le gustase Piero?


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Amor en el viñedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora