Toc, toc

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Zinder

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Zinder.

Las erráticas manías impulsivas de Zinder, empleadas en el carraspeo exagerado que emitía por cada trago sorbido de la botella con alcohol que poseía en sus manos, era fruto de la desesperación que pasaba, tras estar por más de media  madrugada dentro del abandonado edificio que perteneció a su madre y amantes, aún sin alguna respuesta que anhelaban sus preguntas.

—¡La puta que me parió! —exclamó el chico, mandando al fondo de un rincón oscuro aquel par de finos artefactos que usó para abrir todas las puertas en el edificio, como la de aquella habitación femenina, abordada por las consecuencias de llevar tiempo sin uso ni limpieza, iluminada por la linterna del celula en su mano derecha, entre agitadas respiraciones, denotando una vena en su frente cubierta por flequillos—. Eh pasado por más puertas que un puto religioso, y ninguna me ha llevado a una revelación, tan siquiera una pista de lo que mamá buscaba con armar toda esta mierda de quilombo. Apostar a tu hijo para que sea un esclavo, a cambio de ganar una disputa contra una de tus amantes —con amargura, tronó los labios—. Menuda porquería, tanto que en ocasiones me produce náuseas saber, por tanto que reuse aceptar que eres la responsable de todo lo que me pasa, y aún así, busco algo que pruebe lo contrario, mamá. Una respuesta que merezco, pero me negaste, obligándome a buscarla por mi cuenta —bisbeó para él, y aquel demonio que le hacía de compañía, además de las ratas, mapaches u otro animal salvaje que habitaba en el lugar, como los escarabajos que se alteraron cuando las varillas de aluminio que tiró sobre el ropero, emergiendo decenas que vivían en el interior del armario, transitando sobre la puerta con espejo, lo que le hizo voltear ellas de manera brusca.

Así como las otras doce habitaciones que componían la planta más alta del edificio, al igual que el resto de pisos debajo, Zinder revisó cada rincón dentro de las cuatro paredes, claramente más espaciosa que las otras, idéntica a una especie de habitación para un grupo mayor a cinco personas, encontrando cosas irrelevantes, comunes, dando a entender que en aquel cuarto se hospedaban estudiantes. Comprobado con las tostadas hojas de estudio en la desgastada mesa de madera, con lámpara inservible, algunas prendas juveniles en la sucia cama familiar, y otros cosméticos regados por el suelo, pósters carcomidos de alguna banda juvenil, pegados en las paredes.

—Una de las cosas que tanto querías era husmear en este edificio —dijo Glassialabolas, apareciendo detrás de un Zinder que miraba sobre el agrietado espejo de la esquina superior derecha, unido a la puerta corrediza del armario interno, a una de las blancas paredes descarapeladas, con moho—. Ahora que estás aquí, no pareces estar conforme.

—Revisé cada hediondo rincón, y nada. Ningún nombre que me lleve a ella, fotografía, un objeto o información respecto a su pasado, o intenciones que tenía. —Ingirió otros tragos de la botella, raspando su garganta para que diera otro gruñido exagerado—. Solo hallé lencería, dildos, lubricantes y toda clase de cosas que ocuparía alguna ramera que mueve el culo para jubilados a cambio de centavos. Simplemente no lo entiendo, ¿por qué llegar a tanto? ¿Qué trataba de ocultar? Más bien: ¿Por qué tanto misterio a su alrededor?

El vergel de los clandestinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora