Recuerdos de Vietnam

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Los lunes en las mañanas de aquella cabaña solían resumirse en un polvo entre Zinder y la original Isela, antes de ser recogidos por el chófer encargado de hacer los viajes entre Ishkode y el bosque

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Los lunes en las mañanas de aquella cabaña solían resumirse en un polvo entre Zinder y la original Isela, antes de ser recogidos por el chófer encargado de hacer los viajes entre Ishkode y el bosque.
En ese lapso tan inquisitivo se había cambiado dicha práctica, adoptando la decisión de usar ese tiempo dedicado al placer para idear una estrategia para cazar la presa fijada que el par de adulterinos tenía en la mira, sentados sobre la parada de autobuses situada en la empedrada embocadura del bosque.

El par se dirigió una última mirada al estar sentados sobre las barnizadas bancas debajo del encerrado espacio de madera con tres paredes que los cubría del sol, sabiendo lo que tenían que decir, una vez que Tshilaba iniciara la llamada al contacto que había buscado en su teléfono. Ambos muy apegados para escuchar y hablar, teniendo el teléfono en manos de Tshilaba lo que separaba ambos rostros de quedar juntos.

—¿No olvidan nada dentro de su nidito de amor? —preguntó Lucrecia, hablando desde el celular en altavoz—. Recuerden que el conductor que nos trae es empleado del tío Humberto, solo está de paso en lo que el nuestro regresa de sus vacaciones. Aunque sea alguien recomendado, no hay que tomarnos tanta confianza como lo solemos hacer con nuestros empleados.

—Ya sabemos, mami —respondió la gitana menor, cansada, sacando la lengua en señal de burla aunque su gesto no haya sido visto.

—Ya va en camino. Dice que llega en un "aprox" de quince minutos —agregó Lucrecia, mientras daba un bostezo por haber pasado la noche en desvelo—. Repito: no olviden nada.

—Oiga —comentó Zinder—. Esto es muy repentino, pero quisiera hacerle una pregunta.

—Isela, ¿estás en altavoz? —preguntó la mujer.

—Lo siento, madre —contestó Tshilaba, riendo—. Entre fantasmin y yo no hay secretos —miró al chico con burla.

—¿Como estás, corazón? —preguntó por cortesía actuada, ignorando el comentario de su supuesta hija—. Te escuchas más animado. Me alegra saber que los días fuera de la capital te hicieron bien. ¿Listo para el trabajo?

—No tiene idea de cuánto deseo estar manos a la obra, suegra —dijo Zinder, un tanto animado, sin destacar dicho sentimiento—. Por eso es que he metido mi cuchara en la plática de ambas.

—¡Música para mis oídos, futuro hijo mío! —exclamó Lucrecia—. Habla ahora que tengo algo de tiempo, ¿qué quieres saber?

—No es un secreto que las diferencias entre usted y el tío Humberto los ha llevado a muchos encontronazos diplomáticos, en incontables reuniones. No les importa si están en un convivio familiar, o de negocios —pronunciaba Zinder, alcanzando el bote de agua que tenía entre las piernas.

—Ustedes siempre empiezan en una misma mesa, pero cuando están pasados de copas, terminan con opiniones apoyando cada bando —siguió Tshilaba, con la desganada actitud que Isela solía tener por las mañanas.

El vergel de los clandestinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora