Toc, toc. Parte tres

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-Identificación -dijo el joven empleado latino, de manera socarrona, de recién ingreso a una de las licorerías menos populares de Ishkode, intentando mostrar una buena y enérgica actitud para el servicio a cliente-

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-Identificación -dijo el joven empleado latino, de manera socarrona, de recién ingreso a una de las licorerías menos populares de Ishkode, intentando mostrar una buena y enérgica actitud para el servicio a cliente-. No te puedo vender si no tienes algo que compruebe tu mayoría de edad.

Uno de los tantos dolores de cabeza que afrontaba la pálida chica empapada por la lluvia -de rostro inerte- era que le descontaran años en la mayoría de lugares que poco frecuentaba. Nadie creería que Yonder Pulicic estuviera en su tercer año de universidad, a no ser que la viesen caminando por los campus del instituto San Bernardo. Mucho menos se comerían el libertinaje pasado que tuvo, antes del regreso de Zinder Croda. Quizás el chico de piel morena y crespo cabello de corte moderno que la atendía la tacharía de loca por decir que está involucrada en el negocio familiar -red de contrabando- pasado de generación tras generación.

-En todos los lugares me dicen eso -la chica sonó cortés, más no amigable-. Ya estoy acostumbrada, al igual que venir cada cada dos meses por aquí -sonrió, aunque su vibra dijera que muy apenas podía tener la paciencia para tolerar la más mínima contradicción-. Sólo la botella, por favor -ofreció la tarjeta plateada en sus manos.

-Lo siento, amiga -el cajero devolvió la sonrisa complicada, señalando la cámara en una de las esquinas que vigilaban el discreto establecimiento de pequeños estantes, difuminado por la tenue luz amarilla de las esferas con focos en el interior, colgadas sobre el techo como adornos-. No tengo permitido venderle a menores.

-Puedo ser mayor que tú. Y cómo ya dije: vengo cada dos meses por suministros -dijo Yonder, tras expulsar un bufido de sus fosas nasales, siguiendo con la mano extendida, aunque comenzaba a irritarse por la manera de superioridad con la que el chico tenía para referirse a ella, maldiciendo no haber tomado su mochila al salir del transporte que la llevaba a casa, donde guardaba sus pertenencias-. No quiero pagar ningún servicio, estoy bien así, aprecio su atención -actuó como si no hubiese escuchado las cosas del cajero detrás de la barra de madera.

-El uniforme dice lo contrario -el chico miró de reojo la vestimenta que pertenecía al instituto San Bernardo en ella, oprimiendo las mejillas levemente infladas, que evitaban el escape de una risa burlesca, reponiéndose al instante, disimulando una sonrisa cortés-. Quisiera ayudarte, pero mis jefes me podrían despedir -con gentileza, bajó la mano de la chica, delicadamente hasta posarla sobre la barra, a un lado de la anticuada caja registradora-. Mejor vuelve cuando traigas identificación, prometo que después de ese día, no necesitarás venir con ella, al menos no en mi turno -soltó unas risillas-. Con suerte pueda ser yo quien te venda la primera cerveza.

Ella entendía que las malandanzas que atravesaba eran cosa suya, que el dolor y la rabia que la consumían de perder a su progenitora estaba apartada de los demás, pues el chico que trataba de ser amable estaba cumpliendo con su trabajo. Aún así, esa sensación de enfado que uno siente cuando alguien queda en segundo puesto de alguna competición, y el ganador dice algunas palabras de supuesto consuelo, después de haber celebrado frente suyo, con el propósito de enaltecer su victoria por gusto innecesario. Así se sentía ella con el chico de nombre Mateo -escrito en la esquina superior de la camisa amarilla-.

El vergel de los clandestinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora