Otro destello para la imaginación.

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Yonder.

Domingo. Viernes. 15 de septiembre.

«Un nuevo... ¿comienzo?». Decía el letrero en curva, tal y como la chica lo leía. Semejante a un arcoiris adornado con diversas estampas que pagaron la factura del tiempo con su deterioro, al tener una tenue visibilidad por el óxido, dándole la bienvenida a cualquiera que pisara el viejo edificio frente al mercado Laporta de la zona sur. Un apellido poco agradable para la chica, recordando que era el mismo que usaba dichoso prometido que en su pasado tuvo.
«Debe ser una broma de mal gusto». Dijo la pelinegra que estaba frente la puerta de par en par, bajando la vista para observar una diminuta llave de apariencia peculiar que abría ese inmenso candado sobre el pomo.

Desde hace menos de 1 hora que la chica había dado su fortuita despedida de la residencia Los Arcos, lo que finalmente daba como oficial a una alusiva libertad a secas, tras el fuerte encuentro con su padre, lo que fué inaugurado con el choque de automóviles que cada uno conducía. ¿Las consecuencias de tales actos desmedidos? Una serie de golpes dados y recibidos por parte de ella y su progenitor que la llevaron a tener moretones y unas cuantas lesiones por todo el cuerpo. En su mayoría complicados de ocultar, de no ser por el tapabocas en su rostro para no mostrar su tabique casi desviado, la holgada sudadera, acompañada de los pantalones vaqueros remangados hasta el inicio de su pantorrilla —donde apenas se alcanzaban a doblar—, que no cubría el vendaje de su esguince en el tobillo derecho y la muñeca izquierda.

—Así que este es el tan nombrado edificio donde mamá me pidió no reabrir, a menos que fuese una emergencia  —dijo la chica con desdén, en un susurro, más para ella que al chico detrás suyo que reprochaba por bajar las inaguantables pertenencias que traía consigo mediante gruesas cajas de cartón apiladas en el sucio concreto, herencia de su madre. Ningún objeto personal, relacionado con la higiene o utensilios para el hogar, solo gruesas barras de oro.

—Y con esta caja de m*erda terminamos de bajar todo. Ahora se viene lo bueno, hacer el cardio con subir las tantas cosas que muy seguramente no vas a ocupar —dijo Freddie Barradas, el escuálido que ponía la pequeña caja por encima de otra que le triplicaba el tamaño, la cual estaba sobre el mugriento asfalto agrietado, concluyendo con ir hacia el auto que los trajo para dirigirle un par de palabras al conductor. A pesar de la afirmación que había dejado perplejo al hombre uniformado dentro del polarizado transporte, éste asintió para subir el cristal y regresar a la zona norte de Ishkode.
—Las pocas veces que mi soberana existencia ha pisado las calles donde mis padres vivían, se cuentan con los dedos de una palma —las agudas pupilas avellanas del chico recorrieron el desatendido vecindario, poco colorido por las oscuras nubes grises que hostigaban el ferviente sol, producto del calentamiento global que ayudaba a los niños con falta de alimentación para jugar fútbol, con los harapos que sus madres les daban para ensuciarse, usando una cortina metálica que obstruía una de las entradas del cerrado mercado como portería, y un balón parcheado.

Su cabeza rememoraba derivadas imágenes vividas, además del satisfactorio momento donde aseguraba que había roto la mano de su padre hace menos de 24 horas, la última promesa no confirmada de su madre, o la demente noche que pasó junto a Zinder Croda debajo del puente cazones. Se preguntaba si todo lo vivido comenzaría a valer la pena de ahí en adelante. Como las noches en desvelo, llenas de frustraciones por la carga que llevaba en sus hombros al ejercer responsabilidades que no le correspondían, sumado a la preocupación que no dejaba de atornentarla cada que recibía la noticia relacionada con Zinder. Ya sea por sus escapadas a fiestas, o las desapariciones por días que se tomaba. Puesto que aún estando distanciados, ella nunca dejó de velar por la persona que compartió momentos agradables de su niñez.

—Aunque fue por orden de la tía Lucrecia, agradezco tu ayuda —dijo Yonder, cortésmente—. Según entendí, solo tenías que enseñarme como llegar, no era obligatorio que me acompañes durante todo el día.

El vergel de los clandestinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora