Diplomacia, pudor, humildad. Eran cosas muy escenciales para una reunión demasiado importante, cuyo propósito definiría el futuro de la capital del país. Pero ese no era el caso para Lucrecia Benedetto. En vez de escoger un punto medio para solucionar uno de los tantos problemas que tenía con alguien de su misma calaña, prefirió usar un motel al otro lado de Ishkode para hacer una tregua con Humberto Laporta, todo mediante un largo tiempo revolcándose en la cama para averiguar quién tenía control del ritmo durante la clase de asquerosidades que hicieron.
—Fué un gusto tratar con usted, señor Laporta —dijo Lucrecia, con voz sarcástica, secando su húmedo cabello, ya con el largo vestido negro puesto para salir de la modesta habitación que analizó por unos segundos—. Que no se pierdan las viejas costumbres de solucionar nuestras diferencias entre cuatro paredes. —Sonrió.
Pasó de perderse en sus recuerdos mientras se sentaba sobre los pies de la cama para ponerse los altos tacones, a volver al hombre a unos años de llegar a la segunda edad, todavía cubierto por las delgadas sábanas blancas que contenían un hedor inmune ante el olfato de ambos por estar acostumbrados a dichos aromas.
—Fueron sesenta y seis hombres que tus mocosos aniquilaron. Tampoco puedo hacerme de la vista gorda. Sin contar que descuartizaron a mi chófer —escupió Humberto, pareciendo no estar interesado en el tema, leyendo la pequeña libreta que contenía la lista de pendientes por resolver para el día de mañana—. Así como tú, yo también tengo amigos pisándome los talones. Por ejemplo Margarita, ella no se tomará bien saber que enviaste al hijo de Trinidad a hacer tu trabajo sucio.
La pelirroja estiró un lado de sus labios, confiada por haberse anticipado a la respuesta de Humberto.
—¡Venga, mamón! Esos salvadoreños se robaron mucha de mi mercancía. Fueron tres meses de pura pérdida.—Esos muertos de hambre no tenían nada que comer. Se les hizo fácil saquear el primer camión que vieron, no los culpes, está en su sangre ser así —el hombre se echó a reír—. Ten piedad de ellos, recuerda que te llevaste a la mayoría de sus esposas sin su consentimiento.
—Respecto a lo de tu chófer, será mejor que no lo metas en esto. Que yo también tengo motivos para decírselo a mis amigos, si es que quieres involucrar a los tuyos. —Los ojos de Lucrecia fueron cubiertos por un aura rojiza—. Estamos tablas. Dejas la cosa así, y yo también olvidaré que el conductor era tu informante. Considera el polvo como si hubiéramos fumado un puro como símbolo de reconciliación. Así como en los viejos tiempos.
—Gracias al esclavo de tu yerno me he quedado sin el personal que hacía mi trabajo sucio. Recuerda el tratado que firmamos. Ninguno se metería con los trabajadores del otro, o habría consecuencias para el que rompiera esa regla.
De forma descarada, a la vez que juguetona, Lucrecia llevó una mano a su mentón, simulando estar pensativa.
—Cierto, el tratado. —Caminó hasta una maleta color guinda, situada a la otra orilla de la cama, ya con el calzado puesto— admito que mis niños se excedieron. Vaya masacre la que hicieron. Toma, un regalo extra, a parte de aplacar tu calentura, hombre rabo verde.Humberto enarcó la ceja debajo del único ojo que le servía en cuanto Lucrecia subió la maleta a la cama.
—¿Para qué quiero tus cosas? Gracias, pero no tengo interés en tener las bragas que usaste en tu viaje.—Mentí cuando pedí que me recogieras en el aeropuerto clandestino porque acabé de llegar a la ciudad. Eso fue una fachada —la mujer deslizó el cierre del equipaje para divisar billetes y algunos accesorios de oro—. ¿Quién iba a pensar que Zinder tuviera los mismos hábitos de su madre? Dentro de la maleta viene un reloj de Trinidad, era el que te gustaba cuando aún vivía
El hombre canoso se acercó a un antiguo, pero muy bien conservado reloj con incrustados de diamante, algo peculiar, desapercibido para un ignorante de aquellos accesorios, pero muy valioso para alguien como él.
—¿Es el mismo reloj de Trinidad? —preguntó, ahora un tanto interesado—. ¿El que heredó de su padre, el ex presidente de Cuba?
ESTÁS LEYENDO
El vergel de los clandestinos
RandomHistoria original. Todos los derechos reservados. Tras la caída de su madre, Zinder Croda tiene que pagar el precio de las acciones que su madre alguna vez tomó para llegar a la cima, siendo déspota de todo lo que una vez quiso y le hizo feliz. Cómo...