Las curiosidades de mamá. Parte 1

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Yacían dos horas que ambos pelinegros abandonaron el parque los dos leones por petición de Yonder, para ir en busca de las compras que esta misma necesitaba y así poder alojarse en el edificio que sería su nuevo hogar, logrando que a su vez hiciera despejar su cabeza por un momento y de paso pensar en lo que podría pasar más adelante. Era benéfico que Zinder conociera de pies a cabeza la zona sur de Ishkode, ya que esto le permitió darse el lujo de caminar por el boulevar Páris con toda la calma del mundo, bajo las luminosas farolas blancas que vislumbraban las amplias banquetas de concreto.

Tal vez el lugar no estaba a la altura de la zona norte si de tamaño de estructuras, tecnología, luminosidad, repercusión y gente elegante se hablase. Ésta era llamativa a su manera. El centro comercial al cual se adentraron después de haber pasado por las personas —en su mayoría hispanohablantes— de vestimentas informales —pero no indecentes— portaban un aire relajante que hacía la caminata del par de jóvenes más amena sobre la plaza comercial.

Desde que las puertas de cristal transparentes se deslizaron de par en par, los dos pelinegros divisaron el enérgico ambiente que las personas transmitían. Como la muchedumbre que salía del cine, sonrientes, conversando entre distintos grupos de variadas edades, hasta que un puñado de estos se dirigían a los puestos de comida exprés que componían la plaza. Seguido de sentarse en las mesas de metal de diez hileras de siete frente a estos con bandeja de comida rápido en mano. En la primera planta solo se encontraban los puestos de comida corrida, en los siguientes pisos estaba el resto de secciones que componían el lugar.

—Agradezco que te prestes para venir a un lugar que pueda hacerte pasar un mal rato.

—Estuvimos diciéndonos nuestras verdades en todo el día, nada me puede poner de peor humor que hace rato. —Había cansancio impregnado en las palabras de Yonder con recordar lo que estaba haciendo en un lugar que le pertenecía a la familia de su ex prometido—, es estúpido preguntar, pero ¿qué hacemos aquí? Repudio todo lo que tenga que ver con la familia Laporta —suspiró, sin dejar de avanzar, mirando de reojo a Zinder.

—Es imposible que podamos deshacernos del tío Kande y mami Lucrecia, al menos en nuestra situación actual. En la mía, mejor dicho —dijo Zinder, con una frialdad que congelaba cualquier expresión exasperada que pudiera salir de él—. Necesito de alguien que esté a la altura de esos dos para que las posibilidades de mi plan sean muchas.

—¿A quién le pedirás ayuda? —Yonder vaciló, soltando otro suspiro—. Solo hay ocho personas que nosotros conocemos en ésta ciudad que pueden plantarle cara a ellos. Aunque uno se encuentra en prisión, y la otra está en bancarrota. Sin contar que acabas de matar alrededor de cuarenta a setenta hombres del padre de mi ex prometido.

—Exacto, el tío Tedd está en prisión, la tía milf Sonia no tiene dónde caerse muerta, y hace dos días que maté a un buen número de salvadoreños a cargo del tío Humberto —siseó Zinder, recibiendo un agridulce asentimiento por parte de la pelinegra—. Sólo queda una persona capaz de ayudarme en situaciones como ésta que, si acepta darme una mano, tendremos más aliados de lo que parece.

—¿Quien sería...?

El silencio de Zinder hizo que Yonder estuviera poco de acuerdo con lo que estaba a punto de hacer, a lo que también calló cuando llegaron al vacío elevador trasparente para adentrarse, pulsar el botón con el número tres e ir cuesta arriba, no sin antes haber pasado a la sección de guardar cosas para dejar las bolsas de Yonder.

—¿A dónde vamos? —preguntó la morena, curiosa.

—Si creíste que Lucrecia y Kande eran malas personas, prepárate para conocer a una diableza en carne y hueso —contestó Zinder, aparentando una seguridad que en ese momento carecía.

El vergel de los clandestinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora