Valhalla: final

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—Esa es mi fiera —susurró Zinder para sí

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—Esa es mi fiera —susurró Zinder para sí.

Aunque las acciones actuales estaban saliendo como el chico lo había planeado, la angustia de creer que en cualquier instante el tablero que su mente divisaba mediante la reunión podría voltearse para jugar en su contra. Sin embargo, una porción de sus emociones emergieron en forma de adrenalina por apreciar las habilidades de Sonia ante la reunión que, con toda tranquilidad se daba el lujo de sobrellevar a los presentes.

Sonrió mientras trataba de suprimir la excitación que le daba ver a una Sonia en acción, quien no se encontraba con la necesidad de ejercer sus conocimientos ante la ley para tener a Lucrecia a raya, empero, tanto él como Yonder, Tshilaba y Margarita sabían que eso no duraría hasta el final de la reunión.

De modo que sus acciones no fuesen descubiertas, miró los rostros de todos y cada uno de los presentes que llenaban los amplios asientos. Pocos vestían trajes cuyo precio equivaldría dos casas modestas de clase media. En el caso de las mujeres, las que tenían porte de mamona —que eran tachadas de estúpidas y hazmerreír— lograban resaltar por la exagerada joyería que tenían de accesorio.  Para su mala suerte, menos de diez individuos resaltaban por la apariencia. Ellos no eran su verdadero problema. Quienes conservaban la atención en la reunión eran quienes menos destacaban por un aspecto que iba más allá de la vanidad, ellos eran el blanco de Zinder. En su mayoría esas personas afrontaban la segunda edad, gente cuyo motivo para vivir eran los negocios y el interés en la prosperidad de todo lo que promovía al éxito.
La misión que se encomendó era hacer que los tipos que compartían posteridad con el decrépito Zurita estuviesen de su lado, su pregunta era: ¿cómo haría para atraer a gente cuyo poder económico y social era exageradamente superior a Lucrecia?

—Señora Bozada: ¿admite que para facilitar la agilización de su demanda, usted fué la responsable del incidente con Andrea Trujillo? —preguntó el hombre de esmoquin, acomodándose el moño negro.

—Si le soy sincera, señor Zurita. Hace menos de doce horas había considerado la posibilidad de tomar las riendas del instituto. La señora Trujillo no era ni la menor de las trabas que me impedían hacerme del cargo que durante siete años me debieron haber dado, pero sin embargo, hice el trabajo que lo conlleva.

—¿Tuvo algo que ver? Si, o no —preguntó una mujer cerca de los setenta, perdida en medio de los asientos.

—Bueno, todo apunta a que estuve liada en un asunto de poca monta.

—¿Puede ser más directa con sus respuestas? —comentó otro hombre, prominente de la dirección contraria a la mujer de tercera edad que antes había hablado.

—Cuando estamos retrasados con un pendiente, lo primero que solemos hacer es apresurarnos para entregar lo solicitado en el menor tiempo. Dejamos los pequeños detalles para más tarde, ¿me equivoco? Eso es lo que me están exigiendo justo a ahora —dijo Sonia con tranquilidad—. Necesito tiempo para resolver sus dudas, señores. El tema es extenso y delicado, como las letras pequeñas en un pagaré. Debemos de darnos nuestro tiempo para tratarlo.

El vergel de los clandestinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora