Uno

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Levanté la cabeza y dejé que el sol calentara mi cabeza. Me encantaban esas frías mañanas de invierno con aquel sol despejado de un azul intenso y un sol radiante. Me detuve al lado del semáforo y subí el volumen de la música mientras esperaba la luz verde para cruzar la avenida, sonaba una de mis canciones favoritas de Anastasia, no existía cantante que me gustara más que ella. Sentía tal pasión, que incluso cuando cogía la moto escondía bajo el casco los auriculares. Eso hasta que mi madre me pillo entonces me castigo un mes con amenaza de quemarla delante de mí. De buena gana me consta que lo hubiera hecho.

No le gustaban las motos y mucho menos que yo montara en ellas. Aún no sabía cómo había conseguido que me comprara una después de aquella tarde en la que me encontré con ella en la puerta de la casa. Yo conducía la moto y mi amiga Laura, propietaria de la misma, iba de copiloto. Frené tan bruscamente al darme cuenta de que aquella mujer que nos miraba era mi madre, que estuve a punto de perder el equilibrio.

Al principio no dijo nada, se limitó a saludar a Laura y después se giró desapareciendo tras la verja, no sin antes lanzarme una mirada de desaprobación. Me despedí de mi amiga y seguí sus pasos, sabiendo lo que me esperaba en cuanto entrara en casa.

— ¿Desde cuándo sabes manejar una moto?

— Desde hace unos meses. Le pedí a Laura que me enseñara y de vez en cuando me deja que la lleve, pero no es su culpa, soy yo la que me pongo pesada.

— Por supuesto que la culpa es tuya. – asentí y me acordé de la frase que solía repetirme, “no trates de justificar tu mal comportamiento basándote en el mal comportamiento de los demás. Cada uno es responsable de sus propios actos” – Para conducir la moto de vez en cuando… ¡que mala suerte has tenido hija! – me sonrió irónica.

— Lo sé.

— Pues no lo parece. – me replicó dirigiéndose a su habitación.

Yo también me fui a la mía, sabía que estaba enfadada conmigo, le daban pánico las motos. Y por encima de todo eso, sabía que lo único que realmente temía era que a mí me ocurriera algo. Yo era todo lo que tenía.

Sus padres habían muerto en un accidente de coche cuando yo tenía seis años. Me tuvo con veinte años y lo hizo porque me quiso desde el primer momento que supo que estaba embarazada, siempre me lo decía, su decisión fue tenerme y ella, mi madre, era lo único que yo también tenía.

Nunca me hablo mal de mi padre, lo cierto es que apenas hablaba de él. Según ella, no pudo ser. Yo sé que no quiso saber nada de mí y lo que eso conlleva, tampoco quiso saber nada más e mi madre. Nunca me importó no tener padre y jamás sentí carencia afectiva de ningún tipo por su ausencia. Creo que más bien todo lo contrario, tenía una madre que valía un millón y como hija única que era, a menudo me sobreprotegía y cuidaba más de lo que yo hubiese deseado.

Salí de mi cuarto en su búsqueda y la oí en la cocina.

— ¿Sigues enfadada conmigo? – pregunté para mi propia sorpresa, cuando realmente lo que quería decirle era que me perdonara y que no lo volvería a hacer si a ella no le gustaba.

— Sí.

— Anda mami, perdóname. – le dije abrazándome a su cintura. – No volveré a subirme a una moto si eso es lo que quieres.

— Lo que me gustaría es que fueras tú la que no quisieras hacerlo. ¿Tanto te gustan las motos? – yo asentí – Lo pensaré, pero mientras no quiero que mires a una ni de lejos, ¿queda claro?

Así lo hice. No volví a ir con Laura en la moto y varios meses más tarde, cuando cumplí dieciséis, me regaló la Yamaha.

Miré impaciente el semáforo que continuaba dando paso a los coches, en moto tardaría menos, pensé. Pero había prometido a mi madre que no la tomaría durante los cinco días que estuviera fuera con su novio y hoy era el primero. De hecho, había salido pronto de casa para no tener que saludar a Juan Carlos.

Estaban juntos desde hacía algo más de un año. No era santo de mi devoción, ningún hombre lo era. A mí me gustaban las chicas. Era sábado, 26 de diciembre más concretamente, mi madre se iba esa misma mañana a pasar unos días con Juan Carlos. Yo me había negado durante casi mes y medio a ir con ellos a esquiar, pero convencía a mí madre para que me dejara sola en casa y disfrutara por su cuenta. Ella aceptó al fin y quedamos en que volvería el día 31 para pasar juntas la Noche Vieja.

Por  fin  el  semáforo  me  dio  paso.  Bajé  de  un salto la acera y avancé con determinación, pensando que quizás me tomaría un café. De pronto, un intenso olor a goma quemada impregnó el aire.

Miré de reojo a mi izquierda descubriendo que algo oscuro y potente se abalanzaba sobre mí. Antes de tener tiempo para reaccionar, sentí un impacto contra mi cuerpo con tanta fuerza que me levantó por el aire, estrellándome contra el frío y duro asfalto. Quedé boca abajo y escuché gritar a la gente. Aprovechando la postura, traté de incorporarme, pero no tuve éxito.

Enseguida un líquido caliente corrió por mi rostro y observé el suelo teñirse de rojo oscuro. Un hombre me pidió que no me moviera al tiempo que me abrigaba. Pasados unos minutos el sonido de una sirena ensordeció la calle. Me dieron la vuelta tumbándome sobre una camilla y me colocaron un collarín. Allí mismo me cortaron la hemorragia. Les dije que me dolía mucho la pierna y la mano izquierda. Empujaron la camilla hacia adentro de la ambulancia y vi por última vez el intenso azul del cielo. Mi vista se nubló, los oídos me pitaban intermitentemente, empezaba a marearme y creí que iba a vomitar. Agradecí el frío en mi cara, supe que acababan de abrir las puertas de la ambulancia. Seguía sin ver ni oír bien cuando me sacaron y la camilla comenzó a rodar por el suelo. Entonces noté el calor del tacto de una mano sobre mi frente.

— ¿Puedes oírme? – preguntó la voz de mujer más bonita que jamás se hubiera dirigido a mí.

— Sí, pero no veo bien. No veo nada.

— No te preocupes, te pondrás bien. ¿Cómo te llamas?

— María José, ¿y tú?

Me pareció que sonreía.

— Daniela, me llamo Daniela. – respondió acariciándome la frente.

Esto fue lo último que pude oír y sentir antes de perder el conocimiento. Miento, también sentí que acababa de enamorarme.

Amor ClandestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora