Tres

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Empezaba a clarear cuando abrí los ojos. Una mano me acariciaba el brazo y miré, encontrándome con mi madre preocupada.

— Buenos días, cariño. ¿Te encuentras bien? Has pasado la noche quejándote.

— Tengo ganas de vomitar.

Lucía se apareció con un balde y me pidió que girara la cabeza hacia un lado. Cuando me levanté de la cama para facilitar mi postura un grito de dolor se ahogó en mi garganta. Apenas podía respirar, una tremenda presión en el pecho me lo impedía.

— ¿Qué le ocurre? – pregunto angustiada mi madre, a la vez que yo intentaba reprimir las arcadas que crecían desde la boca del estómago, cada vez que el estómago se me contraía el dolor se intensificaba.

— Aún no losé. ¿No ha comido nada? ¿No ha bebido nada? ¿Ni siquiera agua? – no dejaba de cuestionar Lucía.

— No, estoy segura.

Una figura apareció en la puerta.

– Buenos días… — interrumpió y avanzó corriendo hacia mí. Aún llevaba la gabardina puesta cuando alcanzó mi cama. — ¿Qué ha ocurrido? – sus ojos me miraron.

Mi madre y Lucía hablaron atropelladamente. Daniela se quitó la gabardina y la lanzó sobre una butaca sin retirar la vista de mí.

— Señora Marta, déjeme a mí por favor. – dijo tomando el balde de las manos de mi madre. – Será mejor que espere afuera. Lucía, comprueba las vías, por favor.

— Ya lo he hecho, están bien.

— Cambia la bolsa y enséñamela. – cuando su mano se posó sobre frente hallé un gran alivio. Mi madre también solía ponerme la frente siempre que vomitaba cuando era pequeña. Mientras agradecía el calor que desprendía la mano de Daniela, yo continuaba reprimiendo las náuseas.

Se liberó del balde y deslizó su otra mano sobre  mi  cuello.  Noté  como  sus yemas me presionaban ligeramente la piel y supuse que estaba tomándome el pulso, pero de pronto, su mirada se congeló y sus dedos descendieron por la base de mi cuello abriéndome el camisón.

— ¡Dios mío! ¿Qué es eso? – oí exclamar a mi madre.

— Un hematoma. – respondió Lucía, que sostenía en su mano la bolsa de orina.

— Marta, por favor, espere afuera.

Era la primera vez que oía a Daniela llamar a mi madre por su nombre, y en cierto modo me sentí un poco celosa de que sus labios pronunciaran un nombre que no fuera el mío con tanta espontaneidad. La noche anterior, cuando Lucía entró en la habitación y Daniela la llamó por su nombre, me había sucedido lo mismo.

Cuando su pulgar acarició mi frente mis atormentados pensamientos se detuvieron de golpe. La observé avergonzada mientras estudiaba la bolsa que Lucía le mostraba con aquel líquido amarillo en su interior.

— Que lo analicen. Y, por favor, trae inmediatamente pomada anestésica, guantes, esponjas desechables, jabón, gasas, agua tibia y toallas. En ese armario hay antihemático, — señaló con la cabeza, — alcánzamelo.

— Te duele mucho, ¿verdad? – preguntó dirigiéndose a mí.

— Un poco. – mentí.

Lucía abrió el armario con una llave.

— ¿Solución oral o rectal?

— Supositorios no, por favor. – alcancé a decir. Daniela me sonrió y volvió a acariciarme la frente.

— ¿Crees que podrás tragarlo? – asentí en esta ocasión porque las náuseas me impidieron hablar.

— El inyectable. – le dijo a Lucía. – Acércame también guantes, jeringa, algodón y alcohol.

Amor ClandestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora