Diez

2.3K 80 1
                                    

Me instalé en el salón a pesar de que Daniela me dijera que me moviera con libertad, que podía utilizar cualquiera de las habitaciones, incluida la suya. No quise hacerlo. No quería abusar de su hospitalidad ni que tuviera que preocuparse por alguien merodeando por la casa y sus cosas mientras ella trabajaba. El salón me parecía el lugar más impersonal, al fin y al cabo, en esta estancia se recibía a las visitas. Algo parecido a eso era yo. Una visita dispuesta a quedarse el resto de mi vida si ella me lo pedía, pero una visita, a fin de cuentas.

Me dispuso una almohada y una manta, dejando también el teléfono inalámbrico en la mesa frente al sofá, junto a un juego de llaves de la casa.

— Supongo que no hace falta que te diga que no le abras la puerta a nadie. Sea quien sea, te cuenten lo que te cuenten.

— Tranquila, no lo haré. – contesté sonriente.

— Bien. – dijo pensativa. Me recordó a mi madre, solo que con ella ya tenía superada esa fase de advertencias cuando me quedaba sola en casa.

— No te preocupes, no le abriré la puerta a nadie, ni a la ancianita más desvalida ni a una mujer dando a luz en la puerta de tu casa. De ser así llamo a la policía, a la ambulancia y luego a ti. – bromeé.

Se echó a reír y me tomó la mejilla.

— Efectivamente, pero llámame también si simplemente necesitas algo. Tienes mi móvil apuntado en una libreta en la mesa del salón.

— Lo sé. – ya me lo había aprendido de memoria – Vas a llegar tarde a trabajar.

Salió corriendo cuando supo que tenía poco más de diez minutos para llegar a la clínica. La observé mientras se montaba en el coche y abría la puerta automática. Cuando su coche giró a la derecha esperé a que la puerta volviera a cerrarse antes de que yo cerrara la de la casa. Cuando lo hice, sentí de golpe el vacía que dejaba con su marcha.

Volví al salón y me senté en el sofá donde Daniela había estado  tumbada  la tarde anterior. Acaricié la tela suavemente, como si fuera su piel la que estuviera bajo mis dedos. Cogí el móvil y la llamé, necesitaba oír su voz, acababa de irse y ya la echaba de menos.

— Hola, soy yo. – dije cuando descolgó el teléfono, nada más sonar la primera señal.

— Hola, ¿estás bien? – se oyó el habitual eco de los manos libres.

— Sí, solo quería darte las gracias otra vez por dejar que me quede aquí.

— No hay por qué darlas.

Me quedé callada un instante. Era la primera vez que hablaba con ella por teléfono y el mero hecho de escuchar su voz me había vuelto a desbocar el corazón.

— ¿Hay mucho tráfico?

— No, estoy a mitad de camino.

— Entonces te dejo para no distraerte. Que tengas un buen día.

— María José.

— Dime.

— Gracias por llamarme. – sonreí.

No eran las ni las ocho de la mañana y ya me moría de ganas por que dieran las cuatro para que pudiera regresar de donde aún no había llegado. Me sentí celosa de los pacientes que tendrían la oportunidad de verla en pocos minutos. No le volví a preguntar si seguía destinada en la UCI, trataba de hacer las menos preguntas posibles sobre su vida cotidiana, trataba de controlar mi actitud acosadora, ni siquiera me había atrevido a preguntar qué le ocurrió a su madre. Busqué en internet, pero por el apellido Calle no figuraba nadie, tampoco conocía su nombre de pila, lo que dificultaba aún más la búsqueda. Nunca hablaba de su familia, así que desconocía si tenía padre o hermanos. Miré el Steinway y me levanté para admirarlo de  cerca una vez más. Era espectacular, tenía los pedales dorados a juego con las ruedas, el bastidor Lucía también de talles de oro como las bisagras que sujetaban el atril. El emblema Steinway & Sons estaba grabado en el mismo color tanto en el frontal como en el lateral de aquel escultural piano de cola, que rebasaba los dos metros de longitud. Nunca tuve la oportunidad de ver aquel modelo en persona. Si su madre tocaba ese piano debía ser muy buena pianista, era un modelo para profesionales.

Amor ClandestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora