Cinco

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Aquella noche soñé con Daniela. Era muy temprano cuando me desperté con su recuerdo. Era demasiado real. Miré a mi madre, que seguía durmiendo y cerré los ojos tratando de sumergirme de nuevo en aquel sueño que continuaba latente en mi cabeza. Un suave y cálido tacto envolvió los dedos de mi mano derecha. Giré mi cabeza y abrí los ojos, cuando vi a Daniela junto a mi cama pensé que aquella visión era parte del sueño, luego empezó a hablar y fui consciente de que aquello estaba pasando en realidad.

— Buenos días. – susurró. — ¿Has dormido bien?

— Buenos días. – la miré con los ojos entreabiertos. – Sí, muy bien.

— ¿Qué tal te encuentras hoy?

— Mucho mejor. – dije acariciando su mano instintivamente. Cuando me di cuenta de mi propia muestra de cariño, me quedé paralizada pensando en que quizá mi gesto la habría molestado. Sin embargo, ella solo sonrió y continuó con su mano en la mía.

— Siento haberte despertado, pero son casi las nueve y hay que darte la pomada.  Tendríamos que habértela dado a las ocho, pero me daba pena despertarte. Cierra los ojos. – añadió alejándose y abriendo las cortinas.

La luz del día me cegó unos instantes. La observé mientras ella miraba por la ventana. Su pelo parecía más castaño bajo los rayos del sol. Llevaba una camisa negra y un pañuelo alrededor del cuello. Me quedé hipnotizada por aquella espectacular belleza. Cuando sus ojos me miraron el pulso se me aceleró.

— Tu madre ha ido a desayunar, subirá en un rato.
Asentí a modo de respuesta. Me había quedado sin voz. Sentía la garganta seca y no pensaba que pudiera pronunciar una sola palabra sin que se notaran mis palpitaciones.

— ¿Te ha comido la lengua el gato?

Negué con la cabeza y apreté con fuerza los dedos contra el yeso en un intento por controlar el temblor.

— ¿Te encuentras bien, María José? – preguntó acercándose a la cama otra vez.

Asentí una vez más porque seguía sin poder hablar. El pulso me latía descontroladamente en el cuello, como jamás me había ocurrido antes.

— Estás temblando. – observó cuando estuvo a mi lado. — ¿Tienes fiebre? – puso su mano en mi frente.
– No lo parece. Tienes el pulso a mil. – habló otra vez.

Su mirada se movió rápida. Analizó las vías, después el gotero y de un solo golpe retiró la sábana y observó bajo la gasa. Estudió mi cuerpo desnudo y me separó el muslo derecho suavemente para mirar entre mis piernas.

— ¿Te molesta la sonda? – volví a negar con la cabeza.

— ¿Te duele el pecho? ¿Tienes ganas de vomitar? Háblame, por favor, María José.

—Estoy bien. No me duele nada. – me tembló la voz.

Sentía mucho calor y el sudor me empapó las sienes.
Me cubrió de nuevo cuando reparó en la tensión de mi rostro. Se apoyó contra la cama y pasó los dedos por mi sien, secándome el sudor

— ¿Qué te ocurre?

Cuando volvió a acariciarme me di cuenta de que sus dedos se habían humedecido con mi sudor.

— Nada, de verdad. Estoy bien. – respondí sin mirarla.
Bajó su mano y me cogió de la barbilla girándome la cara para que la mirara.

— Me has asustado, ¿lo sabes?

— Lo siento. – murmuré, pero no la miré.

Tragué saliva cuando su mano volvió a dirigirse a mi cuello. Todos los esfuerzos que había hecho para controlarme se desvanecieron para volver a sentir cómo el pulso golpeaba contra la yema de sus dedos.

Amor ClandestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora