Canción 23: Cobarde

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No sabía cómo, ni cuándo, pero sí el porqué de que se encontrara en su coche a las siete menos veinte de la mañana camino a su casa. La razón no era otra que ser una cobarde. No era la primera vez que huía de situaciones que la ponían en tesituras incómodas, pero sí era la primera vez que huía de esa manera. Tan desesperada.

Besarse con Alberto había sido la última gota que había rebosado su vaso lleno. Estaba demasiado confundida y no quería enfrentarse a encontrarse con Alberto y con Lucas al mismo tiempo. No tenía ni idea de cómo se sentía con respecto a ninguno de los dos y tampoco tenía nada claro que decirles. Así que, después no haber dormido en toda la noche, de un impulso, se levantó, se vistió, cogió todas sus cosas y se montó en el coche sin avisar a nadie. Tan sólo dejó una nota al lado de la almohada de Clara, avisando de que había tenido que volver a casa por un imprevisto. De esa manera, se aseguró de que nadie la buscara por el campamento, pensando que la habían secuestrado o que se la había comido un oso.

Y ahí se encontraba. Conduciendo junto al amanecer, mientras derramaba alguna lágrima y con la mente puesta en otro sitio, sin prestar atención a la carretera. Puede que se supiera de memoria el camino Segovia-Madrid (lo había hecho cientos de veces), pero, aun así, estaba segura que la DGT no estaría muy de acuerdo sobre las condiciones en las que estaba conduciendo aquella mañana.

Cuando llegó a casa, cerró la puerta y se apoyó en ella como si hubiera dejado todos sus problemas en el rellano y estuviera al fin a salvo.

Vera asomó la cabeza por la puerta de la habitación y se encontró a su amiga.

—Ali, ¿qué haces aquí tan pronto? —Alicia no respondió—. Alicia, ¿qué pasa? Me estás preocupando.

Vera se acercó a ella y antes de que su amiga la alcanzara, Alicia deslizó su espalda por la puerta y se echó a llorar.

—No sé qué te pasa, pero lo vamos a solucionar, ¿vale? —le rodeó con sus brazos y la abrazó con fuerza.

Vera le ayudó a llegar al sofá y le trajo un vaso de agua de la cocina. Intentó que Alicia se calmara un poco antes de intentar averiguar el porqué del estado tan desastroso que traía su amiga.

—Ali, ¿qué ha pasado?

—La he cagado. Esta vez mucho.

—A ver tranquilízate. A menos que hayas matado a alguien, seguro que tiene solución —miró a los ojos de Alicia, algo aguados—. Porque, no has matado a nadie, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no!

—Menos mal, ya pensaba que teníamos que huir del país —bromeó, intentando que Alicia sonriera un poco, pero no lo consiguió. La cosa parecía seria—. Entonces, ¿qué ha pasado?

—Vera, yo...

—¿Ha sido Lucas? Mira que voy a matarlo a Segovia.

—No... O sí... No lo sé...

—Alicia, explícate por favor.

De repente, el sonido del telefonillo de casa hizo que las dos dieran un brinco sobre el sofá. Alicia se temió lo peor.

—La policía. Viene a por ti.

Vera se levantó del sofá y Alicia la siguió hacia el telefonillo.

—¿Sí?

—Vera, abre. Soy yo —dijeron al otro lado.

Vera apretó el botón y abrió el portal.

—¿Quién es? —preguntó Alicia nerviosa.

—Castillo.

—¿Alberto? —Vera asintió y Alicia empezó a dar vueltas—. Dile que no estoy. No me has visto —dijo susurrando.

Veintisiete canciones de desamorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora