Canción 9: Castillos en la ciudad

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—Buenas tardes, ¿le puedo ayudar en algo, señorita? —le preguntó la recepcionista en cuanto llegó a la novena planta de uno de los edificios más altos de la Castellana.

Ni siquiera había pensado pararse en la recepción. Tenía intención de entrar y caminar por aquellos pasillos en los que había paseado más de una vez y buscar a su amigo. Sin embargo, las cosas habían cambiado bastante en los últimos tiempos y estaba claro que aquella guapísima recepcionista era nueva y tenía que presentarse ante ella.

—Buenas tardes, buscaba a Alberto Castillo Fernández.

—¿Ha concertado una cita con él?

—No, pero... —ni siquiera tuvo opción a continuar hablando cuando la joven rubia le interrumpió.

—El señor Castillo es un hombre muy ocupado y no puede atenderle a menos que haya solicitado una reunión.

—Ya, lo comprendo, pero...

—Concierte una cita y podrá reunirse con él.

—Lo comprendo, pero no he venido a tener una reunión con él, he...

—Lo siento, pero como ya le he dicho, necesita una cita. ¿Quiere que le dé una?

Alicia estaba a punto de perder la poca paciencia que le quedaba. Se arremangó un poco las mangas de su blazer y resopló un poco. No podía perder los nervios, así que intentaría hablar con aquella muchacha y explicarle por qué estaba allí. Eso si le dejaba hablar...

—¿Ali? —escuchó detrás de ella una voz muy familiar.

Alicia se giró y se encontró con el mayor de los Castillo.

Estaba igual que siempre. Tan trajeado, tan elegante, tan guapo. Para él no pasaban los años. Aparentaba no llegar a la treintena y, sin embargo, ya había entrado en la década de los cuarenta. Alicia se fijó que alguna cana se asomaba por los laterales de su pelo, pero, aun así, le daban un toque bastante interesante. Si no fuera porque siempre había sabido que el primogénito estaba interesado en hombres, se habría enamorado perdidamente de él. Y es que, ¡cómo para no hacerlo! Era el hombre perfecto. Moreno, ojos claros, alto, serio, pero a la vez amable. Era más majo que las pesetas, tanto hasta decir basta.

—¡Pablo! —le saludó muy aliviada de verlo.

Menos mal, porque estaba a punto de asesinar a la rubia. Se acercó a él y le dio un abrazo.

—Perdone, señor Castillo —interrumpió la recepcionista—. La señorita insiste en ver a su hermano, pero no tiene cita.

—Ella no necesita cita. Es parte de la familia.

La rubia susurró un "oh" bastante sorprendida. Alicia sonrió por lo bajo. No había nada como la satisfacción de callar la boca a alguien que no te dejaba hablar.

—¿Qué tal estás? Hace tiempo que no te veía.

—Bien, liada con el trabajo, ya sabes que aquello es un no parar.

—Espero que me hayas traído uno de esos postres tuyos —dijo mirando la bolsa que la joven traía. Alicia negó con la cabeza—. Pues para la próxima visita, espero que me traigas.

—¿Carrot cake?

—¡Cómo me conoces!

—¿Y tú qué? ¿Qué tal todo? ¿Cómo está Carlos?

—Bien, bien. Ahora está de viaje de negocios, vuelve la semana que viene.

—¿Echándole de menos? ¿Y la peque?

—Ya ves. Me faltan dos manos para ayudarme con la terremoto de Nasha, a ver si vuelve.

—Tiene que estar enorme.

Veintisiete canciones de desamorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora